Cuatro años antes de su propio suicidio, Sylvia Plath escribió un poema titulado “Suicidio en Egg Rock”, que probablemente tenga una referencia personal. De hecho, se dice en casi cualquier resumen de su obra ese lugar común de los comentaristas, o sea que habría sido una precursora o una de las primeras dentro de la así llamada poesía confesional, que incluye además a algunas de las más brillantes poetas mujeres de su generación. No pocos de sus escritos, la mayoría publicados póstumamente, parecen aludir a escenas en que la vida se convierte en imágenes, en versos que se aproximan peligrosamente a su final. Como en uno de los últimos, del mismo año de su muerte, que se asoma a su título, “Borde”, para describir a una mujer, solitaria, muerta, o al menos “su cuerpo/ muerto luce la sonrisa de haber logrado algo”, que en otro verso es quizás una decisión: “hasta acá llegamos, se acabó”.
Sin embargo, contra lo que podría pensarse a partir del adjetivo “confesional”, Plath no cuenta episodios de su vida, sus poemas no describen, apenas si a veces narran sucesos muy sintéticos, ubicados en algún lugar. Las imágenes tienden a volverse símbolos, la angustia se envuelve en telas, en aliteraciones, cuando no es cubierta por una campana de vidrio: debajo está el poema o su fuente, la vida que late y se precipita y sufre en el fondo de su belleza irrefutable. Así, el último verso de esta antología, admirablemente traducida por Cecilia Pavón, hablando de la luna que se personifica o se convierte en diosa de la mujer que muere, mirándola, aparece “arrastrando sus crepitantes vestiduras negras”. Y volviendo al primer poema que mencioné, el de un suicidio acuático, puedo anotar también sus dos versos finales: “Cuando entró al agua escuchó/ cómo el oleaje negligente untaba de espuma los arrecifes”. La edición bilingüe permite apreciar las mejoras que le hace la versión de Pavón a las acaso literales que ya se conocían. Un verso se resume y se precisa: “He heard when he walked into the water”; el último se expande, se interpreta: “The forgetful surf creaming on those ledges”.
Y en este sentido, hay muchas decisiones de traducción, muchas recreaciones en la lengua que hablamos que nos acercan más a Plath en este libro de lo que habíamos supuesto en su ya larga consagración de finales del siglo XX en la poesía mundial. Pavón usa además la variante rioplatense, el voseo, los verbos conjugados en nuestra habla común. Y dada la cantidad de poemas de Plath en que se dirige a alguien, o se habla a sí misma, esa es una decisión fundamental. Entre los poemas que interpelan a alguien, precisamente, está el que integra una serie imposible, porque le habla a un muerto. Podría trazarse una línea en ese derrotero: Plath le habla a su padre, que murió cuando ella era niña. Y acaso ese hecho la fijó para siempre en una edad que no pudo transformarse en otra. Sus treinta años no estarían tan lejos de los diez que tenía cuando muere Otto Plath de una enfermedad fulminante. Pienso en los ochenta versos divididos en estrofas de cinco, con una extraña métrica de pies quebrados, alguna que otra falsa rima, palabras en alemán, que se titula “Daddy” y que Pavón traduce “Pa”, cuyo inicio dice: “Ya no, ya no servís”.
¿Qué puede hacerle un padre a una nena tan chica para que necesite todavía insultarlo décadas después de su muerte? Quizá inculcarle cierto autodesprecio, una exigencia silenciosa, un desdén por su género, o finalmente una vocación de sufrir en cada hombre, en el que elegirá, la violencia que un padre ejerce aun desde la ausencia, justamente por su estado de no-presencia, de desafección. El poema identifica al padre alemán de Plath con el nazismo, y Sylvia se piensa como una mujer judía que es llevada al exterminio. “Pensaba que eras todos los alemanes”, le dice; y también: “siempre te tuve miedo”. Lo que genera la paradoja del amor: ese al que se teme, el disciplinado, o sea el disciplinador, es lo que se intenta repetir. Plath descubre entonces que todo padre es un amo, un tirano en su gobierno displicente: “Toda mujer adora a un fascista,/ la bota en la cara, el bruto/ corazón bruto de un bruto como vos”. El poema parece coincidir después con el divorcio de Plath y con la despedida de ese fantasma que en su dolor se reiteraba en el amor de una vida, el padre de los hijos, etc. Años antes había escrito, y como toda su poesía era una profecía para ella misma: “El amor es el hueso y el nervio de mi maldición”.
Y sin embargo, a pesar de la brillantez de una concisión sembrada de imágenes, hay una música de ronda tranquilizadora, para calmar cualquier llanto, en muchos otros poemas, como uno que le dedica a los “Árboles en invierno”, que no tienen que parir, “más verdaderos que las mujeres,/ ¡siembran sin ningún esfuerzo!” Y que parecen cisnes, madres, sombras que se arraigaron en la historia sin fechas. El poema termina así: “Las sombras de las tórtolas cantan, pero no alivian nada”.
Así también la perpetua juventud de Plath se levanta como un juicio severo sobre cualquier confesión en verso demasiado fácil, porque pagó el máximo precio para escribir, aunque no dejó de iluminar con viejos mitos y nuevos descubrimientos técnicos, metafóricos, los momentos en que fue arrebatada, embelesada tal vez por su propio entusiasmo, su violenta locuacidad.