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Reseña Adagia - Wallace Stevens

Por Milena Bracciale Escalada

Adagia, de Wallace Stevens, es un libro que se puede leer de adelante hacia atrás, y a la inversa, y desde el centro hacia los extremos. Un libro escrito por un poeta que habla de poesía o un libro que quizás nos esté revelando una manera nueva de entender la poesía, no por lo que diga sobre ella sino porque sea en sí mismo una forma otra de la poesía. Un libro sobre la vida, sobre la realidad, sobre la imaginación, sobre la felicidad, sobre el arte, sobre la metáfora, sobre Dios, sobre el mundo, sobre la política, que bajo la fachada de la sentencia afirmativa y categórica, ponga en cuestión todas nuestras concepciones existenciales cada vez que volvamos a leerlo. Un libro rizoma que atraviesa el pensamiento de un autor a través del tiempo, plagado de paradojas y contradicciones; un hilvanar de ideas que dicen y se desdicen a la vez. Un libro pregunta. Un libro enigma. Un libro, en fin, de poesía.  

Wallace Stevens, nacido en Pensilvania en 1879 y fallecido también en Estados Unidos en 1950, fue un poeta que toda su vida trabajó como abogado de compañías de seguro. Tal vez esa experiencia de ubicuidad, ese transitar cotidiano por dos universos al parecer antagónicos e irreconciliables, le haya dado la capacidad de comprender las complejidades del mundo y hacerlas parecer como sencillas. Su caso es de una notable peculiaridad. Un poeta asociado a las renovaciones vanguardistas, no sólo con una vida en nada excéntrica –por no decir rutinaria, disciplinada y sedentaria–, sino también con el ingreso al campo de la poesía alrededor de los cincuenta años. No hay arrebato ni revolución juvenilista en su figura; más bien lo contrario. Hay, entonces, un primer aspecto sobre el que Wallace Stevens nos invita a reflexionar: la imagen de poeta. Este autor, con la sutileza de quien no se propone hacerlo sino que simplemente le sale así, arremete contra todas las cristalizaciones estereotipadas. Si un poeta puede no ser como imaginamos que debiera ser un poeta; la poesía tal vez no sea lo que imaginamos que es.

El vocablo adagio proviene del latín, adagium, y es un sustantivo masculino que alude a una frase corta pero memorable, en general, dotada de sentido moral. Algo cercano al aforismo, al proverbio e, incluso, al refrán. Siempre asociado con la sabiduría. Por otro lado, en italiano, el término se vincula con la música e indica una ejecución en tempo lento. El libro de Stevens lleva su título en femenino y es producto del trabajo que Samuel French Morse realizó junto con amigos y familiares del poeta tras su muerte. Está incluido en el volumen Opus Posthumous de 1957. Es una serie en la que el editor registró “casi todas” las sentencias que encontró entre los papeles de Stevens. Son, entonces, proverbios, frases, reflexiones que funcionan a modo de arte poética pero también con el tono filosófico propio de este tipo de textos, en los que se dirimen temas sobre la realidad, la vida, la felicidad o el arte. A pesar de la densidad de su contenido, son textos elaborados sobre la premisa de lo lúdico. Stevens juega con el lenguaje, lo hace recursivo, teje un ovillo y lo desteje. Condensa y despliega. Va y viene una y otra vez sobre una serie limitada de ideas clave. Pero en este ir y venir, en estas reiteraciones con ligeras variaciones, asistimos no solo a los vaivenes del pensamiento del autor sino, y sobre todo, a los vaivenes de nuestro pensamiento. Son las repeticiones las que nos hacen detenernos de nuevo en algo que ya leímos pero que ahora se nos obliga a leer de otra manera. Por eso es tan atinado lo del tempo lento. Contra todas las imposiciones contemporáneas del acelere y el ritmo vertiginoso, Adagia es un libro breve, que puede leerse de una sentada, pero que sin embargo puede durar toda la vida. Porque la condensación de la idea no implica su simplificación. Por el contrario, es un abanico que se abre hasta el infinito. Un libro tesoro, porque es eterno en su capacidad de construir conocimiento sobre el mundo, porque nunca se acaba, porque jamás se termina. Adagia es un libro del tiempo orgánico, de a pie, artesanal, cuya singularidad no reside en su extensión sino en su profundidad. Es, por tanto, contrahegemónico y antiproductivista. Definitivamente inútil, en términos capitalistas. Y como trabaja con la matriz de la filosofía, es un libro sobre las preguntas existenciales que nos haremos una y mil veces, y sobre las que obtendremos como respuesta solo nuevas preguntas o saberes paradojales. El pensamiento incesante como condición o, mejor dicho, como confirmación, de la existencia.

Una serie de estas reflexiones son aquellas que intentan definir lo que es, o no, la poesía; lo que debe hacer o no la poesía; lo que es o no un poeta; lo que debe hacer o no un poeta. “La poesía es un meteoro” o “La poesía es un faisán” y, unas cuantas páginas más adelante, el despliegue de la idea, “La poesía es un faisán perdiéndose en la espesura”. La búsqueda o el propósito de la poesía reúne también toda otra serie de afirmaciones, tales como “La poesía es una búsqueda de lo inexplicable”. La misma afirmación, niega. Es paradojal. Buscamos explicar algo inexplicable y lo hacemos porque, como también se afirma en el libro, “El pensamiento es vida”. Hay una diferencia entre poema, poesía y visión poética de la vida. La poesía todo lo envuelve; es una Mamuschka: “Todo poema es un poema dentro de un poema: el poema de la idea dentro del poema de las palabras”. Pero la visión poética trasciende al poema propiamente dicho y da lugar a forjar el espíritu poético.

Algo distintivo del libro y que vale la pena reiterar es su tono lúdico, jovial, por momentos, irónico. Stevens afirma, nombra, lo que hace: “La poesía es la jovialidad (alegría) del lenguaje”. En este sentido, el libro propone un lector que se atreva a enfrentar el desafío de la recursividad, de la paradoja, a veces, del sinsentido, del nonsense. Un lector que se anime a jugar con el lenguaje, que se deje llevar por sus piruetas sin miedo a caerse del trampolín. Un lector ave –que sepa abrir la puerta para ir a volar–, para una poesía faisán.

Doscientas ochenta y nueva sentencias más un lúcido y agudo prólogo de Marcelo Cohen son casi tres centenas de razones para llevar este objeto como tesoro a una isla desierta. Porque aunque “No todos los días el mundo se dispone en un poema”, “Vivimos en la mente” y “La literatura es la mejor parte de la vida”.