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Reseña La boca del infierno - María Negroni

Por Fernando Murat

El infierno es una forma moral. O se mueve hacia la realidad y permite representar la devastación que producimos para darle una imaginación atemporal o se mueve hacia el sujeto y entonces toma el curso del deseo. Es mitológico, teológico, filosófico, literario, clínico, es la fantasía de las vanguardias y se presenta, como sabemos, enraizado al régimen de las conductas. Se trata de una forma moral porque guía las conductas con la punición, pero aún más porque ampara a la realidad de su infierno, lo escinde y lo lleva más allá de nuestras fronteras. Es la monstruosidad extraordinaria de nuestra banalidad monstruosa, una ilusión moral que nos imagina por afuera del infierno que construimos, como un espejo que nos reproduce y para preservarnos nos sustrae de lo que refleja. Pero es también, y allí parece llevarnos La Boca del Infierno, un campo de sentidos, de formas ya no morales sino trabajadas en la exploración de la lengua y el sujeto. Esta temporada en el infierno que nos presenta María Negroni es un campo de fuerzas estéticas al cual, más que el infierno, le interesan las formas infernales y las extensiones posibles del sentido, el modo en que la poesía, o mejor, el fluir poético de la lengua, puede recorrer esa extensión, que es territorial, visualizar su frontera y retornar para contarlo.

El campo de despliegue aquí es el infierno y sus bocas, pero el campo de trabajo es la literatura y la zona de exploración es el sujeto. Son tres campos en funcionamiento para recorrer o imaginar las fronteras del sentido, que aquí son las mismas que las del sujeto porque las dos categorías forman un nudo que no está allí para desenlazarse sino para enlazarse una y otra vez, mostrarse y replegarse, a perpetuidad. Con esos recursos el libro de Negroni busca sus materiales en el duque Pier Francesco Orsini y en el modo en que esa figura del renacimiento italiano define un vector en la novela argentina con Bomarzo. Toma una cita de Manuel Mujica Láinez, la lleva como epígrafe, pero se desenlaza, se inscribe en otra frecuencia, en otro sistema, porque sus problemas son otros. El tiempo extraordinario en este texto define el quehacer de Negroni, su forma de entender ese quehacer en la lengua y la literatura, que es la disolución de fronteras, la reversión de los géneros, su forma de llevar los mismos materiales a distintas estructuras de sentido. Las mismas matrices funcionando en progresión, no los mismos temas necesariamente sino las mismas secuencias de producción, porque lo que leemos aquí, en La Boca del Infierno, lo leemos en el libro de ensayos Museo Negro y lo leemos, aunque parezca más distante, en Islandia. Un tiempo o un texto o un territorio, pero siempre extraordinario, para poner en funcionamiento ese campo de fuerzas que podemos llamar infierno, pero también literatura.

La Boca del Infierno construye el decurso de una voz que busca su cauce y lo hace cuando su condición es un estado de irresolución que toma, en el primer movimiento, la forma de cualquier enigma. No un acertijo, tampoco una adivinanza, sino un enigma, algo que está allí para mostrar ese estado de irresolución, como la puerta franqueable e infranqueable que se presenta, en el primer texto, en medio del camino donde acaba lo que no acaba. Es un enigma porque trabaja en la expectativa del sentido y lo escamotea, puede deslizarse a la revelación o el desafío, ser un velo que se corre o una interpretación en pugna, pero aquí está para que el sentido se deslice en su propio límite, sin presentarse pero sin retirarse. No es un vacío, sino la producción de sentido desde ese vacío, y por eso aquí importan menos el infierno que las formas infernales, menos los monstruos que la monstruosidad de la lengua, porque el tema es el lenguaje y sus monstruos sagrados, la escritura y el poema, el quehacer de la poesía en su habitación propia.

A esta secuencia, que toma la forma clásica de descenso y ascenso, de catábasis y anábasis, y se organiza en el hilván novelado de cuarenta y tres pequeños poemas en prosa, entramos con la palabra alma y salimos con la palabra alma. Se trata de una palabra que se divide y divide su sentido porque todo el tránsito del texto va a consistir en proveer de sentido esa construcción, el alma, que es la forma incuantificable de la vitalidad. El texto abre y cierra con el alma porque su tema es la escritura, su objeto es el poema y su figura es el poeta, y cuando cruza esos tres vectores busca la forma monstruosa, porque aquí el monstruo es menos un tema que el efecto de esos tres vectores cruzándose en sus fronteras. El recorrido al que nos lleva el texto de Negroni, el hilo con el cual nos conduce en su parque de los monstruos, tiene esa progresión desde la inmensa puerta y las áreas glaciales del alma a la posición del alma y la voz, y lo dice de este modo en el cierre del libro: “(...) algo canta: es el alma, pequeña luz que sueña en medio de los grandes monstruos, cada vez más igual a sí misma, más sedienta de palabras blancas”.

¿Dónde estamos entonces sino en una frase, el corazón del daño, que define una de las últimas producciones de Negroni y que está aquí, como el doblez del sentido, en este texto que se publicó por primera vez en México en 2009? La exhibición del daño, dice esa voz que se desliza en La Boca del Infierno, es aquí un refugio, una forma que permite dar cuenta de lo inhóspito. Desde esa posición estos poemas organizan la confluencia de dos palabras y todo el trabajo parece estar cifrado en el modo en que esas dos palabras, que son dos categorías, entran en contacto, se enlazan: la instancia que se nombra como yo y se define, tomando el inicio del poema “El desdichado” de Gérard de Nerval, como “el hombre quebradizo, el tenebroso, el viudo sin consuelo”, y el alma, esa forma que va a estar asociada, en el último poema, al verbo cantar, porque es el alma que canta y es una pequeña luz, cuando el texto lleva al yo en ese mismo poema final a una posición de alumbramiento, porque dice “yo todavía no nací”. Son dos posiciones, dos palabras y dos categorías con las que este texto abre y cierra y entre sus fronteras va a construir su verdadero parque, el parque propio, su galería, que es el modo en que ese yo tenebroso sale de sus citas (de Mujica Láinez, de Nerval, de Virgilio y de Dante Alighieri) y se desplaza hasta la posición de una expectativa, de lo que todavía no nació, y la forma en que el alma y sus áreas glaciales se transforman en la pequeña luz que canta entre los grandes monstruos.

Vamos a leer, entonces, la tensión y confluencia entre esas dos formas, sus posibilidades monstruosas y sus iluminaciones, porque esa posición, el yo, hasta llegar a la expectativa, se va a referir a la nada que lo habita y se va a desplazar a otra secuencia, la letra del poema que habita su noche interior, cuando nos había presentado el daño y lo inhóspito del ser; y el alma, hasta llegar a la posición de la voz que canta y se resuelve como una pequeña luz, se va a mover desde las áreas glaciales a la pregunta por su existencia, porque el poema pregunta si hay alma. Pero antes de esa expectativa y del alma que canta, la luz se presenta en la posibilidad del poema, una luz posible, y las palabras allí son poema, estilo y noches verbales. Esto es en parte así porque vamos a tener sistemas textuales en pugna o colisión y los poemas lo dicen: hay una secuencia que es la biografía y la forma de saber nada de nadie, un espacio que es un páramo de intimidad y destierro; y otra que es el espacio del poema, la cueva propia donde se escribe y se disiente, y la progresión de esas categorías que se definen en el agotamiento del yo, su renacimiento y la pequeña luz del alma que canta.  El poema parece ser entonces el relato de la vida, no porque se trate de una narración, sino porque es una forma capaz de ingresar por ese intersticio, ese desajuste que es el sentido, y proveerle una iluminación porque se trata, lo dice el poema veintinueve, de una sabiduría que se tarda, que está en demora y entonces en expectativa. Es en ese deslizamiento, en la progresión de las palabras alma, yo, canto, voz, luz y poema, y en su transformación, donde La Boca del Infierno nos presenta su parque: el parque propio donde, en la finitud, anidan la escritura y la vida.

Ganador al mejor libro argentino de creación literaria: "El náufrago sin isla" de Guillermo Piro es la obra ganadora del Premio de la Crítica de la Fundación El Libro 2024