Así como puede afirmarse que el género fantástico pone en crisis la representación de la realidad y hasta el concepto mismo de lo “real”, la ciencia ficción es, en cierto sentido, la literatura de la realidad de lo irreal. Básicamente, porque sus narraciones se refieren a un tiempo que aún no es; posible, claro que sí; probable, por qué no, pero irreal en tanto que resulta de la prospectiva, de una proyección subjetiva e imaginativa de ciertos rasgos del presente en un futuro incierto, muchas veces sin una datación exacta. Sin embargo, en sus producciones más apreciadas, es posible reconocer que subyace una lógica similar a la que concatena las acciones en su némesis, el realismo: el imperio de la causalidad y el riguroso cuidado de la verosimilitud.
En las aventuras de Pirx, en estos diez extensos cuentos de orfebrería que integran Relatos del piloto Pirx, de Stanislaw Lem ─publicados por Interzona, con traducción de Bárbara Gil Zmichowska─ se capta de inmediato esa voluntad de invitarnos a transitar una atmósfera que resulta familiar, reconocible ─a pesar de las naves y los cohetes, de las pilas atómicas, de los paseos por la Luna, de las minuciosas descripciones de los planetas y del espacio, de los variados tipos de robots─ porque los personajes que habitan ese futuro son nuestros semejantes, nuestros descendientes: tan humanos o inhumanos como podemos ser nosotros, mal que nos pese. El primero de ellos, humano, demasiado humano, no es otro que el piloto Pirx, ─un joven cadete, al comienzo, un hombre fogueado en las peripecias de su oficio y de la navegación por el cosmos, después, que culmina mostrándonos su rostro envejecido en el último relato─, quien no se destaca por su altura, su fuerza, su belleza o su inteligencia, pero aun así atraviesa situaciones que merecen ser contadas. Es un quídam, pero principalmente, un “buen” hombre. Las comillas están ahí, claro, porque es imprescindible definir ese adjetivo desde la perspectiva y los valores que le atribuye su creador, Lem, que antepone el deber social al bienestar o a la seguridad individual (“La cacería”); que considera a los robots como sus iguales (“El accidente”), pero que, llegado el caso, sabe tomar decisiones drásticas para garantizar el bien común (“Terminus”); que no busca destacarse o sobresalir, sino hacer su sincero aporte para contribuir al adecuado funcionamiento de las cosas, al equilibrio del cosmos (“La cacería” y “Ananké”). Un parlamento de Pirx, antes de terminar el libro, sintetiza su ética: “Los principios para mí no son sagrados. Siempre hago lo que considero necesario, según mi razonamiento”.
Es por esto que lo heroico, si es que podemos denominarlo así, no responde a una inclinación del protagonista a concretar proezas, resonantes hazañas que lo hagan merecedor del estatuto de héroe, tal como lo imaginamos, con ligeras variantes, desde las primeras narraciones épicas hasta nuestros días. En todo caso, y si se admite, el carácter heroico se circunscribe a ciertas conductas y actitudes que lo diferencian de los héroes clásicos. Antes que la fuerza y el empleo de la violencia justiciera, la resistencia racional en las situaciones límite (“El test”) y la lucha interna contra la desesperación; más que la brillante intervención salvadora, el hallazgo de una falla que permitirá a los expertos evitar en el futuro nuevas fatalidades (“La patrulla” y “Anaké”); o bien la oportuna capacidad de retirarse a tiempo cuando nada puede hacerse frente a la desgracia (“El albatros”).
Otra característica que desconcierta es que, a diferencia de otras obras canónicas del género, en los relatos de Pirx faltan los enemigos concretos. No hay imperios extraterrestres que pretenden destruir o sojuzgar a los humanos, ni seres o fuerzas terrestres que se presenten como competidores en la conquista de otros planetas, ni tampoco conflictos entre las naciones: rusos, norteamericanos, ingleses, y demás, que prosigan en el espacio. En todo caso, lo que podemos hallar, son las típicas tensiones y los frecuentes conflictos entre individuos que pugnan por evadir sus responsabilidades o por mostrarse superiores a sus semejantes. En fin, cosas de humanos.
Una justa mención merece el trabajo de traducción de Bárbara Gil Zmichowska que con expresiones como “cualquiera es piola al día siguiente”, “se rajó”, “¡Tomátelas, mercachifle!”, “flor de despelote”, “quieren hacer la gran guita” logra contribuir, desde el uso de la lengua, a hacernos sentir como en casa, aunque las acciones transcurran en Coriolano, una vieja nave de 19000 toneladas de masa, o en la estación Ciolkowski, emplazada por los rusos del otro lado de la Luna.
Por otra parte, si bien cada narración puede leerse de manera independiente, considero que respetar el orden de principio a fin, tal como el volumen las presenta, implica ingresar en los relatos más intensos “conociendo” el perfil psicológico de Pirx y pudiendo comprender y hasta anticipar las decisiones que guiarán sus conductas y acciones. Porque, sin considerarme un sommelier de la ciencia ficción, las aventuras de Pirx se vuelven apasionantes y complejas en sus implicancias a partir de la entrada en escena de los robots y de los dispositivos técnicos que dan cuenta de diversos progresos tecnológicos previstos o soñados por Lem.
El primer robot es Terminus, en el cuento homónimo, que dispone de un cerebro eléctrico ubicado en el cuerpo, no en su cabeza, con un aire bradburiano en su apego a los valores tradicionales, pero que ya comienza a mostrar las limitaciones y la falibilidad de la tecnología. Factores que se agravan en el robot Setauro, en “La cacería”, un poderoso autómata destinado a trabajos de minería y que posee un cerebro de polímeros obtenidos en laboratorio, que “enloquece” por un accidente y se convierte en un peligro mortal para los residentes de la Luna. Sin embargo, y a pesar de su “locura”, en el último instante de lucidez, Setauro, “instintivamente” y para remordimiento de Pirx, respeta la primera Ley de la Robótica de Isaac Asimov. A su vez, Angel, cuyo cerebro está formado de microcristales que evolucionan permanentemente, dando como resultado “que no haya dos autómatas iguales”, alimenta la sospecha, en “El accidente”, de que ha sido su “personalidad”, que no toleraba el aburrimiento o que buscaba nuevos desafíos, la razón de su desgracia. Por último, en “La causa”, la frontera entre hombres y robots se pierde en una bruma que la vuelve indiscernible.
De esta manera, progresivamente, se incrementa y se justifica la desconfianza que podemos experimentar, junto con Pirx, hacia las cada vez más perfectas creaciones tecnológicas. No solo los robots, sino cualquier dispositivo que, por ser obra de los humanos, en algún momento, “puede fallar”. Ya sea porque depende de la asistencia de los operadores para realizar sus funciones, como ocurre en “El relato de Pirx”, el único en el que el protagonista nos habla en primera persona, o porque han sido humanos quienes los han programado y probado. El clímax de esta premisa se alcanza en “Anaké”, un cuento formidable, en el cual la versión mejorada de la computadora AIBM 09, responsable de la navegación de las titánicas astronaves que aprovisionan a Marte, presenta un error que provoca la caída y la destrucción del cohete “Ariel” poco antes de que se posara sobre la superficie marciana. Con la búsqueda de la causa de esa falla, Lem ha escrito una sucesión de páginas geniales. Por la revisión de la bibliografía escrita sobre Marte, por los planteos filosóficos, por las molduras detectivescas y psicológicas que atraviesan el relato y porque se expide sobre la afirmación del piloto Pirx, quien advirtió en la mitad del libro que: “La confianza en los dispositivos electrónicos a veces hay que pagarla”.