La literatura anterior a Shakespeare, y los mitos antes que ella, ofrecen muchos ejemplos de jóvenes amantes cuyo amor terminaba de manera trágica: Hero y Leandro, Troilo y Crésida, Píramo y Tisbe, Tristán e Isolda, Paolo y Francesca... Pero la conciencia –o el alma– colectiva ha consagrado a Romeo y Julieta como resumen y arquetipo de todos ellos. Las parejas que los precedieron nos parecen hoy meros borradores o aproximaciones, las que vinieron después, pálidas imitaciones o copias. Esta preeminencia de los amantes de Verona no se limita al terreno del arte: cada vez que en la vida real o en la prensa aparece una pareja de jóvenes dispuestos a todo por defender su amor, se dice que parecen –o directamente son– Romeo y Julieta. En su Shakespeare: la invención de lo humano, Harold Bloom afirma que este autor ha definido para siempre las distintas formas que puede asumir la vida humana – las ha definido no sólo para su tiempo sino para los que vendrán. Así, todo villano sonriente será Ricardo III, todo criminal atormentado por la culpa Macbeth, todo asesinato político repetirá el de Julio César, toda pasión madura recreará la de Antonio y Cleopatra. Sabemos que Shakespeare, en Romeo y Julieta, inventa el amor romántico; si Bloom está en lo cierto, tal pasión era imposible antes de esta obra; después de ella, será inevitable. Todo par de jóvenes amantes contrariados (por las estrellas, sus padres, las diferencias de raza, religión o clase) serán Romeo y Julieta, y la pasión de estos dos se convierte en la vara para medir las demás: quien no ama como Romeo y Julieta no ama de verdad. La vida termina por copiar al arte o, como le gustaba decir a Oscar Wilde, imita a Shakespeare –tan bien como puede.
Para crear esta nueva forma de amor Shakespeare debió desarmar el modelo anterior, legado de la Edad Media y el Renacimiento temprano: el amor cortés. En el ritual del amor cortés, el hombre –generalmente un caballero– se enamora de la dama –generalmente casada, y de alto linaje– a veces al verla, o al ver su retrato, a veces apenas de oídas, al escuchar un encomio de su belleza. La llama su señora, la ama a distancia –y la amada puede no llegar a enterarse nunca de su devoción ardiente–, le dedica todas sus hazañas, sean guerreras o literarias, a veces pierde la paciencia y la llama cruel, desdeñosa, o –la más de las veces– ingrata (el amor cortés se pare- ce más al de la ¿ cumbia que al del bolero). Es un amor idealizado, es un amor unilateral, es un amor de la cabeza más que del corazón, es un amor que puede prescindir del cuerpo y de la sexuali- dad. Así ama Petrarca a Laura, así ama Dante a Beatriz, así ama don Quijote a Dulcinea, y así también ama Romeo al comienzo de esta obra. Muchos lectores o espectadores se han preguntado por qué Rosalinda, el primer amor de Romeo, nunca aparece en escena –cuando Romeo va a la fiesta de los Capuleto precisamente a buscarla. La respuesta es bien simple: Rosalinda, figura emblemática del amor cortés, no existe, es una creación de la mente. Buscando a Rosalinda, Romeo se topa, en la fiesta, con la muy real, la muy tangible Julieta. Y toda su imaginaria pasión por Rosalinda se desvanece en al aire. El amor de Romeo y Julieta no es sólo amor a primera vista, sino al primer contacto: sus manos se tocan, sus labios se besan. Es espontáneo, es sensual, es recíproco. Se ha dicho que es un amor idealizado: nada más lejos de la verdad. Shakespeare, para que nos demos cuenta de la diferencia, ha puesto ante nuestros ojos el ejemplo del amor de Romeo por Rosalinda. El amor de Romeo y Julieta es en cambio puro sentimiento, un sentimiento que va directo al corazón del ser, borra o al menos suspende todos los ideales, todos los pensamientos, hasta la propia identidad –no importa quién es el otro, tampoco importa– y esto es lo fundamental –quién soy yo. La prueba del amor romántico es que cualquiera de los dos está dispuesto a dejar de ser quien es para ser alguien nuevo en el amor: “Llámame amor y dame un segundo bautismo, y ya nunca más seré Romeo".
Shakespeare, en rigor, más que descartar la tradición del amor cortés, la combina con el amor sensual, su contracara. Historias de jóvenes que se unen a pesar de la oposición de los padres pueden encontrarse en profusión en el Decamerón de Bocaccio: sólo que en el Decamerón lo que los jóvenes buscan es más la unión de los cuerpos que de los corazones. Bocaccio ofrece, como contraparte a los amores puramente espirituales de sus compatriotas Petrarca y Dante, el amor físico, el erotismo alegre e inocente de los cuerpos. Chaucer, quien en Los cuentos de Canterbury incorpora la tradición italiana del amor a la literatura inglesa, alterna, sin combinarlas, las historias de amor cortés con las más abiertamente sexuales. En Romeo y Julieta, este juego de oposiciones aparece al principio: para Romeo el amor es puro ideal, para Mercucio, puro sexo. Pero cuando Romeo y Julieta se encuentran, desaparece toda oposición entre aquello que Georges Bataille denominó el erotismo de los cuerpos y el de los corazones.
Este amor que inventan Romeo y Julieta se destaca por contraste no sólo con el amor cortés sino con otros modelos de amor que la obra presenta. El amor maduro es ensalzado por las palabras de Fray Lorenzo: “Ama con mesura, si largo quieres amar”, pero los ejemplos tangibles –los padres de Romeo, los de Julieta– sugieren uniones en las cuales hace rato que éste ha sido reemplazado por la costumbre. La autoridad paterna y el sentido común de la Nodriza proponen también la alternativa del matrimonio por conveniencia, del cual, convivencia mediante, eventualmente surgiría el auténtico amor.
Eso al menos es lo que cree el joven Paris, pero Julieta no compra. Mercucio también tiene su credo amoroso: amor, para él, es eufemismo de sexo. Mercucio se burla del amor de Romeo por Rosalinda, y lo reduce a su dimensión sexual: “¡Oh, Romeo, si ella fuera, oh, si fuera / un culo abierto, y tú una pera metereta!” No es casual que Mercucio muera sin enterarse del amor de Romeo por Julieta, y es irónico que su muerte sea una consecuencia de este amor: Romeo, recién casado con Julieta, se niega a pelear con Tibaldo, y esto lleva a Mercucio a desafiarlo en su lugar.
Shakespeare, en Romeo y Julieta, inventa el amor romántico y también su correlato necesario, la adolescencia, preparando lo que será su eclosión como fenómeno identitario y de mercado, a fines de los años cincuenta y principios de los años sesenta del pasado siglo, con Elvis Presley en la música, James Dean en el cine y J. D. Salinger en la literatura: no es casual que la obra de Shakespeare haya sido un hit de los Sixties, gracias sobre todo a la película de Franco Zeffirelli, en el emblemático año de 1968; aunque el terreno se venía preparando desde fines de los ’50 con la producción del mismo Zeffirelli para el Old Vic de Londres en 1960, el musical West Side Story de Arthur Laurents y Leonard Bernstein en 1957 y la versión cinematográfica de Robert Wise en 1961. La juventud, antes de esta obra, carecía de identidad afirmativa, se definía como una carencia, como un todavía no ser adulto. La juventud que en lugar de definirse como una aspiración al mundo de los adultos, lo hace por oposición a él –en los sentimientos, en las emociones, en los valores– es ya adolescencia. Ésta le imprime a la obra entera uno de sus principales atributos, la impaciencia y el consiguiente amor por la velocidad. En Romeo y Julieta todo sucede rápidamente: se conocen el domingo a la noche y se enamoran a primera vista, esa misma noche se comprometen, el lunes se casan y consuman el matrimonio, el martes al alba se separan y el jueves de madrugada están muertos: un ritmo que anticipa el de las películas de acción de Hollywood antes que el de sus invariablemente bobas comedias románticas. Ya desde sus títulos, las tragedias de amor juvenil À bout de souffle (1960) de Jean–Luc Godard y Deprisa, deprisa (1981) de Carlos Saura se proclaman herederas de la aceleración que Shakespeare imprimió a la escena joven.
Al igual que en las comedias del autor, en esta obra los protagonis- tas son los jóvenes enamorados, y la función de los adultos es principalmente la de poner obstáculos a su amor. Pero aquí terminan las semejanzas. En las comedias, todos los enredos se desanudan al final: las jóvenes parejas, tras muchas peripecias, han logrado reunirse sobre el escenario y los mayores sancionan, con su presencia, el comienzo de una vida responsable para los alocados
jovenzuelos, con un ritual –el matrimonio– que señala el reemplazo de una genera- ción por otra, la continuidad de la vida. De alguna manera, los jóvenes se amoldan a la perspectiva de los mayores. En el final de Romeo y Julieta, todos los jóvenes están muertos, y el escenario está melancólicamente poblado de viejos.[1] La guerra, la sucesión de venganzas, ha terminado, pero a costa del sacrificio de toda una generación (este motivo del sacrificio de los jóvenes, inmolados en las guerras de sus padres, en las que ellos no creen, como la de Vietnam, apuntala la politización de la obra en los ’60).
Por todo esto se ha hecho costumbre trasladar la acción de Romeo y Julieta a las más variadas épocas y latitudes, al punto que ambientarla en la Verona renacentista, como hizo Zeffirelli, se ha vuelto más la excepción que la regla. West Side Story llevó la acción a la Nueva York de los años ’50 y a los conflictos entre pandillas, portorriqueñas los Capuleto, de jóvenes blancos los Montesco; en su versión de 1986 para la Royal Shakespeare Company, Michael Bogdanov hizo del Príncipe un padrino mafioso, de los Montesco ricos viejos, de los Capuleto nuevos y pandilleros en motocicleta de sus vástagos, aunque Tibaldo marcaba la diferencia entrando en escena en –inevitablemente– un Alfa Romeo Giulietta. El enfrentamiento entre familias mafiosas parece ser la fórmula favorita para aggiornar la obra, y es sin duda la que menos complicaciones ofrece desde el punto de vista político –de ella se sirve Baz Luhrmann en su Romeo + Juliet (2006), a ella recurren las producciones latinoamericanas más variopintas, sean teatrales o televisivas, multiplicando hasta el infinito sus Romeos y Julietas narcos. Más interesantes, y más problemáticas, son las que se atreven a conflictos más complejos: así lo hizo la versión presentada en 1994 por los teatros Al-Kasaba de Ramallah y el Khan de Jerusalén, codirigida por Fouad Awad y Eran Baniel, hablada en árabe y hebreo; o la también bilingüe de Miki Manojlovi, de 2015, en la cual los Capuleto son serbios y los Montesco albaneses. Pero no toda relación conflictiva entre familias o grupos puede acomodarse sin error a la obra de Shakespeare. Hace algunos años asistí en Londres a una puesta que llevaba la acción a la Italia fascista: los Capuletos eran fervientes mussolinianos (por si quedaban dudas, a Capuleto le afeitaron la cabeza para que se pareciera al Duce) y los Montesco eran judíos. La obra, aunque bien dirigida y actuada, esta- ba condenada desde el vamos: es evidente el despropósito de caracterizar como ‘dos familias rivales’ a una que tiene detrás la absoluta mayoría de la población y el entero aparato de terror de un estado totalitario y otra que pertenece a una minoría perseguida sin voluntad alguna de conflicto. El error garrafal de esta puesta puede poner en relieve los menos evidentes de otras: postular como ‘odio entre familias’ la opresión de una nación por otra o un proceso de limpieza étnica puede ser una manera de mistificar el conflicto, y tener menos de denuncia que de encubrimiento. No pocas veces la evidente dispa- ridad de fuerzas – materiales, simbólicas, se manifiesta en algunas de las decisiones de la puesta: en la ya mencionada de Awad y Baniel, los Montesco hablaban árabe entre ellos, pero cuando se encontraban con los Capuleto hablaban hebreo.
Uno de los indudables motivos de la vigencia de las obras de Shakespeare es la aparente facilidad de trasladarlas a otras épocas y geografías:[2] así, Kurosawa pudo llevar la acción de Macbeth y Rey Lear al Japón feudal, en Trono de sangre y Ran, respectivamente; Richard Loncraine recreó los crímenes de Ricardo III en una contrafáctica Inglaterra fascista de los ’30, Michael Almereyda llevó las cuitas del joven Hamlet a Wall Street y Ralph Fiennes la acción de Coriolano a los conflictos de los Balcanes en los años noventa. Pero el hecho de que muchas de sus obras puedan recrearse en otros lugares y épocas no quiere decir que cualquiera de sus obras pueda trasladarse a cualquier lugar o época. Las más flexibles son las que ya desde el vamos están situadas en lugares de fantasía, como Sueño de una noche de verano, Medida por medida, Cuento de invierno o Trabajos de amor en vano; otras tienen una localización espacial y temporal precisa pero puede concebírselas en situaciones y locaciones alternativas, como Coriolano, Ricardo III o Romeo y Julieta; por último están las firmemente ancladas en el espacio y el tiempo: no podemos imaginar Antonio y Cleopatra fuera de Egipto y de Roma durante los últimos días de la república; El mercader de Venecia es impensable fuera de la ciudaddel título y no han tenido muy buena suerte los intentos de cambiarla de época: la versión televisiva de John Sichel, con Laurence Olivier en el papel de Shylock, transcurre en el siglo XIX, cuando resulta increíble que la ley avale que un hombre le arranque a otro una libra de carne como pago de una deuda. Lo decisivo no son las similitudes de superficie sino lo que podríamos llamar cierto isomorfismo estructural entre la situación original de Shakespeare y la nueva de la película o puesta: Rey Lear y Macbeth funcionan en el Japón feudal porque en su versión original transcurren en la Inglaterra feudal; a lo sumo Kurosawa se vio obligado a reemplazar a las tres hijas de Lear por tres varones, ya que en Japón las mujeres no podrían heredar el poder formalmente; Hamlet no funciona en Wall Street porque las guerras entre naciones vikingas durante la Baja Edad Media no pueden homologarse a la lucha entre corporaciones del capitalismo tardío.
La película Shakespeare enamorado (John Madden, 1998, con guión de Marc Norman y Tom Stoppard) quizás no se equivoque en suponer que Romeo y Julieta es una tragedia que empezó como comedia –así como El mercader de Venecia se inicia como tragedia y termina como comedia. Shakespeare cultivaba los géneros a veces en forma pura y a veces jugaba a mezclarlos. Desde un principio, todo en Romeo y Julieta – el lenguaje cortés, ligero y festivo, el lirismo de la poesía, los incesantes juegos de palabras, el humor ligado al cuerpo y al sexo, la juventud de los protagonistas, su amor censurado por sus mayores –sugiere el ambiente de las comedias, a la manera de Como gustéis, Mucho ruido y pocas nueces, Noche de reyes o Sueño de una noche de verano. Shakespeare habría afirmado –lo recuerda Dryden, y lo repite Samuel Johnson– que “se vio obligado a matar a Mercucio para que este no lo matara a él". Lo que corría peligro, si Mercucio seguía en escena, no era tanto la vida del autor, como la posibilidad de concluir una tragedia –Mercucio era bien capaz de robarse la obra y llevar todo a un final feliz. Si Mercucio representa el espíritu de la comedia, Tibaldo –un personaje que no sabe lo que es sonreír, salvo quizás cuando mata– encarna la seriedad de la tragedia, y la muerte de Mercucio a manos de Tibaldo pone fin al tono cómico y desenca- dena la acción trágica –Romeo, al vengarlo, inicia un nuevo capítulo del feudo entre Capuletos y Montescos que culminará con su muerte y la de Julieta.
Una tradición que va desde el Banquete de Platón hasta los tiem- pos de Shakespeare enseñaba a valorar la sabiduría del amor maduro por sobre la alocada y muchas veces destructiva pasión juvenil. Shakespeare no sólo rompe con esta tradición, sino que la invierte. En esta obra, los sabios son los jóvenes. La sabiduría del amor juvenil se contrapone al interés, a la prudencia, a la conveniencia, a todos los valores del amor maduro –amor que ya no merece el nombre de tal. Esta inversión de los términos es quizás la revisión más radical que Shakespeare realizó sobre su fuente inmediata, el poema dramático de Arthur Brooke La trágica historia de Romeo y Julieta (1562). Brooke no tiene dudas acerca de lo que quiere transmitir:
El fin, amigo lector, de esta trágica historia, es mostrarle un par de amantes desafortunados, que se entregaron al deshonesto deseo, desoyeron la autoridad y los consejos de padres y amigos, pres- tando oído en cambio a chismosos borrachos y sacerdotes supersticiosos... entregándose a aventuras peligrosas para satisfacer su apetecida lujuria... burlándose del nombre del matrimonio legal... y tras haber llevado una vida en todo sentido deshonesta, terminan de la peor manera. Shakespeare le roba la historia y da vuelta la moraleja: en su Romeo y Julieta, la responsabilidad por lo sucedido no recae sobre los jóvenes amantes, sino sobre todos los demás: los padres, los mayores, la sociedad...
La preeminencia de Romeo y Julieta ha tenido su costo, al convertirla en la madre de todos los folletines, melodramas, novelas rosas, películas románticas, revistas del corazón, teleteatros y canciones melódicas, y hoy resulta difícil acercarse a ella directamente. Este sedimento kitsch que fueron depositando todas estas reelaboraciones, versiones y adaptaciones ha terminado por adherirse a la obra de tal manera que resulta imposible de despegar, por lo quedan dos opciones: ignorarlo, lo que ineludiblemente lleva a terminar encarnándolo, como le sucede a Franco Zeffirelli en su versión de 1968, o asumirlo y celebrarlo, como sucede en la magnífica versión de Baz Luhrmann de 1997. La incomodidad, de todos modos, persiste. En el prólogo a su traducción de la obra, Martín Caparrós y Erna von der Walde dos veces llaman a los protagonistas los “jóvenes nabos”, calificativo que revela más sobre quienes lo endilgan que sobre quienes lo reciben: los intelectuales y los artistas serios se sienten un poco incómodos con la obra, como si por admirarla se les fuera a pegar el aura kitsch que la rodea. Está bien visto hablar de ella con cierta distancia, un poco irónica, no vaya a ser que a uno lo confundan con la mersada. Más que ninguna otra obra de Shakespeare, Romeo y Julieta es la niña mimada de las parodias, que pueden revestir diversas formas: Julieta es fea –un bicho–, Romeo y Julieta se odian, Romeo y Julieta sobreviven a los planes perfectos de Fray Lorenzo y terminan como una pareja de viejos que no se aguantan y se la pasan peleando, etc. De todas estas opciones, la favorita es quizás la última, ya que responde a cierto rencor envidioso de los espectadores maduros: ‘sí claro, así, muriéndose después de la primera noche, cualquiera puede creer en el amor eterno; pero los quiero ver viviendo toda una vida juntos’. El propio Shakespeare, sin duda hubiera estado de acuerdo: su teatro no se caracteriza precisamente por cantar las delicias de la vida conyugal, y lo que sabemos de la suya puede explicar en parte el por qué –si hubo en su vida un modelo para Julieta, seguramente no se trató de Anne Hathaway. Su representación más acabada y convincente de un matrimonio que funciona se da en Macbeth, con lo cual está todo dicho. Para Harold Bloom, la sabiduría pragmática de Shakespeare sobre las relaciones de pareja puede resumirse en una fórmula: o se mueren los amantes, o se muere el amor. Romeo y Julieta deben morir para que su amor sea eterno.
Pero esta eternidad no es la de la perduración en los siglos venideros, ni la de la inmortalidad del arte. La eternidad que se alcanza en el estado de amor es la del puro presente, sustraído al devenir del tiempo. ‘Que este momento dure para siempre’ es un deseo que sólo pueden formular un místico en presencia de Dios o un amante en presencia de su amado. El presente se expande, desplaza al pasado –no importa todo lo que hayamos sido– y al futuro –no importan, no importan para nada, las consecuencias que este momento de amor eterno puedan traer. El presente del amor ocupa entero el espacio del ser, liberándolo, por lo tanto, de la tiranía del tiempo –así como el alma, fundiéndose con otra en el amor, se libera de la tiranía del yo. El tiempo, y el yo, tarde o temprano regresan: con el día, con el mundo exterior, con los otros, con la vuelta de los enamorados a sus identidades separadas. La noche, refugio de los amantes, llega a su fin: por más que traten de negarlo, es la alondra y no el ruiseñor quien ha cantado. Por eso el hogar permanente de un amor así solo puede ser esa otra noche sin fin, la muerte –que trae la anulación definitiva del tiempo y el yo. La muerte, en Romeo y Julieta, no es enemiga del amor, sino su garantía, y el final trágico, tan fácilmente evitable a nivel de la acción –bastaba que el mensajero de Fray Lorenzo llegara a tiempo para que todo hubiera terminado bien– resulta ineludible en términos de la metafísica del amor que Shakespeare ensaya. Desde el prólogo se nos habla de un “amor signado por la muerte”, y ya en el primer acto Julieta, acabando de conocer a Romeo, exclama: “Si casado está / la tumba mi lecho nupcial será". Las imágenes que igualan al amor con la muerte se agolpan en las últimas escenas, culminando en la metáfora de la muerte como amante y esposo, desvirgando a Julieta, poniéndole los cuernos a Romeo. La pasión de ambos se consuma, inevitablemente, en la cripta, y la tumba es su lecho nupcial:
Ay, querida Julieta, / ¿por qué insistes en ser tan bella? ¿Tendré que creer / que la incorpórea muerte sabe amar, / que el escuálido y odioso monstruo te guarda / acá en la oscuridad, para que seas su amante? / Para prevenirlo me quedaré contigo / y nunca más saldré de este palacio de tenue luz. Acá, acá me voy a quedar / con los gusanos, tus damas de compañía.
La unidad esencial de sexo, amor y muerte (que a veces, para abre- viar, llamamos erotismo) nunca había sido –ni sería– tan bien canta- da en la literatura.
Por eso la mejor manera de acercarse a la tragedia de los jóvenes amantes sigue siendo con el corazón abierto, en un estado de candor e inocencia. Quienes se burlan, o toman distancia, lo hacen a su propio costo. Nuestro corazón –no importa la edad– siempre está listo para decirnos que ha llegado la hora de dejarlo todo –familia, casa, amistades, posición y posesiones– solo porque quiere pasar de piedra inerte a llama de amor viva, cambiar por un instante de dicha plena la sucesión entera de los días y los años. Shakespeare sabía que esta visión del amor no se limita a la juventud: años más tarde crearía en Antonio y Cleopatra un mode- lo similar para la edad madura. Sus protagonistas están bastante creciditos y tienen mucha vida encima, pero cuando están juntos se comportan como jóvenes enamorados, y al final, Antonio prefiere perder un imperio antes que perder a su reina, y ambos eligen suicidarse antes que vivir el uno sin el otro. Shakespeare no escribió una versión para la vejez: esa tarea quedaría para Gabriel García Márquez, que en El amor en los tiempos del cólera escribió el Romeo y Julieta de la tercera edad.
Sabemos que la versión de Arthur Brooke ofrecía una enseñanza definida. ¿Cuál es la que ofrece la de Shakespeare? No –de ninguna manera– el remanido clisé de que el amor vence todos los obstáculos. El sentimiento de amor puede ser invencible (aunque George Orwell, en 1984, haya hecho mucho por socavar esta convicción: la certeza de no haber traicionado a Julia es la tabla de salvación de Winston, pero al final, frente al terror, en lo más profundo de su corazón, la traiciona), pero su consumación no lo es, y en la tragedia de Shakespeare termina dándose en la muerte, y no en la vida. En su intento por triunfar en la vida, el amor de Romeo y Julieta es vencido por cada uno de los obstáculos con que se topa –desde el odio entre las fami- lias, la autoridad paterna, la moral, la ambición, el egoísmo, el rencor, hasta la mala suerte pura y simple. Pero es justamente en su fragilidad que demuestra su fuerza, es en su derrota que triunfa. Porque todas estas fuerzas que lo destruyen, al hacerlo, se vuelven odiosas y pierden sentido. ¿Qué son el honor de la familia, la autoridad de los padres, la sabiduría de los mayores, el sentido común de los criados, las leyes del estado, si su confluencia destruye la felicidad y las vidas de dos jóvenes que se aman? Todo aquello en lo que creíamos con tanta fuerza deja de importarnos. Brooke quiso enseñarnos a juzgar el amor en nombre de todos esos principios, Shakespeare nos enseña a juzgarlos en nombre del amor.
Un mundo de imágenes
Las imágenes poéticas no se dan aisladas en las piezas de Shakespeare, sino formando racimos o redes. En cada una de sus obras hay dos tramas superpuestas: una dramática, hecha de los conflictos entre los personajes, y sus acciones, y una poética, un entramado de imágenes emparentadas que tiene también su progresión dramática, acompañando la de la acción: así, las imágenes del veneno como remedio y el remedio como veneno, que aparecen ya en la primera escena, en las conversaciones de Benvolio y luego de Romeo, y se adensan en el soliloquio de Fray Lorenzo en II, iii, anticipan el uso efectivo del somnífero por parte de Julieta, y del veneno por parte de Romeo al final de la obra; las repetidas imágenes de la tumba como lecho y de la muerte como amante preparan la escena final, en que estas metáforas encarnan en la acción y la escena.
En Romeo y Julieta, en consonancia con el antagonismo fundante de la obra, el feudo de los Capuleto y los Montesco, las imágenes se organizan como series de opuestos antagónicos:
1) Imágenes de luz y sombra, vinculadas con imágenes del día y la noche, el sol y la luna, lo blanco y lo negro, como en este parlamento del padre de Romeo en I, i:
Pero apenas el sol que todo alegra / allá, en el remoto este, las grises cortinas / del lecho de Aurora comienza a correr; / de la luz se aparta mi hijo taciturno / y solitario en su cuarto se refugia / cerrando los postigos y pintando / fingida noche en el radiante día.
O éste de Romeo, al contemplar por primera vez a Julieta en I, v:
¡Le enseña a las antorchas a brillar! / Del rostro de la noche parece colgar / como una rica joya de la oreja / de un etíope; su belleza deja / la de la tierra atrás. Como / paloma blanca entre cuervos esta dama asoma / entre las otras.
Oposición que tendrá su primera apoteosis en II, ii, en la compara- ción de la luz de la ventana de Julieta con el amanecer:
¿Qué luz es esa / que brilla en aquella ventana? / Es el oriente, y Julieta es el sol. / Asómate, radiante sol, / y mata a la pálida luna, envidiosa / de su doncella, que su belleza opaca.
Tradicionalmente, la luz es valorada por sobre la oscuridad, lo blanco sobre lo negro, el día sobre la noche. Pero en atención a otro principio esencial de la obra, el carácter ambivalente del amor, que puede ser liviano o pesado, bálsamo o veneno, vida o muerte, también luz y sombra, día y noche, sol y luna pueden intercambiar sus respectivos méritos: en la nocturna “escena del balcón” de II, ii, Julietaserá el sol, pero tras la boda, ella misma, en III, ii, clamará ardorosamente por la noche, que le traerá a Romeo y con él, las delicias del himeneo:
Corre tus cortinas, noche de los amantes, / y cierra los ojos de los que andan por ahí, / para que Romeo pueda saltar a mis brazos sin ser visto. [...]Por ser / ciego, el amor con la noche se entiende. / Ven, piadosa noche, de sobrio negro vestida, / y enséñame a ganar en este juego / de perder mi virginidad inmaculada. / Vela con tu negro manto la sangre que arde / en mis mejillas [...]. / Ven, noche, ven Romeo, día en la noche, / pues sobre sus alas yacerás más blanco / que la nieve fresca sobre el cuervo. / Ven, amable noche de cejas negras, / dame a mi Romeo, y cuando muera, / llévatelo y córtalo en pequeñas estrellitas, / así, tan bella volverá la faz del cielo, / que las gentesse van a enamorar de la noche, / y dejarán de venerar al farolero sol.
Y tras la noche de bodas, en III, v, ambos deploran la llegada del día, anunciado por el canto de la alondra que Julieta insiste en tomar por el del nocturno ruiseñor:
Julieta: ¿Ya te vas? Todavía no es de día: / fue el ruiseñor, y no la alondra, / el que perforó el medroso hueco de tu oído; / todas las noches canta en aquel granado. / Créeme, te digo que fue el ruiseñor.
Romeo: Fue la alondra, heraldo de la mañana, / no el ruiseñor. ¿No ves, amor, ese cruel brocado / que allá en el este bordea las nubes? / La noche ya quemó todas sus velas, / y el día jovial tiembla en puntas de pie / sobre la brumosa cumbre de los montes.
La luz volverá a brillar en V, iii, cuando Romeo contemple a Julieta por última vez y las imágenes evoquen la vez primera:
¿Una tumba? Más bien una linterna, inmolado / joven, pues Julieta yace en ella y su belleza / la vuelve una festiva cúpula de luz.
En esta vertiginosa danza de oposiciones, inversiones y conversiones, luz y sombra, noche y día, sol y luna simbolizan y acompañan la tensión entre el amor y el odio, la dicha y la desgracia; pero al final, cuando los amantes han muerto, todas las oposiciones se disuelven en el gris uniforme de un alba nublada: “Una paz sombría trae la aurora, / el sol de pena no muestra su cara". Las palabras del Príncipe en V, iii no tendrían por sí solas el poder de conmovernos como lo hacen, sino que el suyo es un efecto cumulativo que vienen construyendo todas las imágenes de luz y oscuridad, en su progresión dramática que acompaña la de la trama, desde la primera escena de la obra.
2) Asociadas con las anteriores, imágenes de lo visible y lo invisible, de la vista y la ceguera: “así tan temprano descubrí a tu hijo; / fui a su encuentro pero me evadió, / procurando ocultarse en la espesura;” dice Benvolio de Romeo en I, i; y Romeo, en la misma escena: “Los antifaces que las frentes bellas / de las damas besan, por ser negros / resaltan la clara belleza que velan; / no olvida el ciego los tesoros que sus ojos / han perdido”. Lo poético se espeja en lo escénico: esta mención de las máscaras anticipa su uso efectivo en la fiesta de los Capuleto, donde los Montesco las llevarán para no ser reconocidos. “Su amor es ciego, busca la oscuridad” dice Benvolio en II, ii, sin saber que sus palabras han adquirido un sentido distinto: él todavía piensa en el amor de Romeo por Rosalinda, nosotros sabemos que en esa oscuridad está la belleza radiante de Julieta “como una joya en la oreja de un etíope”. “El amor ciego nunca da en el blanco”, contesta Mercucio: para él el amor se reduce al sexo, y solo se trata de ‘embocarla’; no casualmente, a partir del verso siguiente despliega el símil de la breva y de la pera. Todas estas alusiones al ocultamiento acompañan la necesidad de los amantes de mantener su amor secre- to: “Por nada del mundo deben verte acá”, dice Julieta en II, ii, a lo que Romeo responde “El manto de la noche me protege".
El amor se asocia a la ceguera a través de Cupido, el dios ciego, o de los ojos vendados (“Cupido el chicato” lo llama Mercucio en II, i): “Ay que el amor de los ojos vendados / pueda ver sin ojos sus deseos realizados” dice Romeo en I, i; y Benvolio, en I, iv, “Ya pasaron de moda tales ceremonias: / no más Cupidos vendados con bufandas".
En el caso de Romeo, todas las menciones de Cupido, sean en su boca o en la de sus amigos, corresponden a su amor por Rosalinda, herederas, en su caso, de la tradición del amor cortés, que propone este amor ardiente por un ser remoto e invisible como modelo del amor a Dios. “Con esa manera de amor [...] he oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos mueva espe- ranza de gloria o temor de pena”, dice Sancho Panza del amor de su señor por Dulcinea. “Si admite mi ojo, que esa fe guarda, / calumnia tal, que mis lágrimas de fuego / se hagan, y si antes no se ahogó, que este ciego / y claro hereje por perjuro ahora arda”, responde Romeo cuando Benvolio le propone contemplar la belleza de otras muchachas para olvidar a Rosalinda. Pero eso es exactamente lo que sucederá. Apenas posa los ojos en Julieta, exclama: “¿Amé hasta hoy? Lo niegan / mis ojos, que a su belleza se entregan”.
3) Imágenes de lo veloz y lo lento. Romeo y Julieta es una obra de ritmo vertiginoso: la juventud y el amor juvenil están enamorados de la velocidad; la impaciencia es su bandera. Es verdad que Julieta se asusta de tal premura en II, ii: “Tú me deleitas / pero el pacto de amor de esta noche no. / Es irreflexivo, súbito, temerario, / como el relámpago que desaparece / antes de que puedas decir ‘¡Ahí!’”. Pero en II, v, ya se le pasa el susto:
Mandé a mi nodriza a las nueve, / y me dijo que volvía en media hora. / Tal vez no pudoverlo. No, nopuedeser. / ¿Esrengaoqué? Elheraldodelamor/ debiera ser el pen- samiento, que corre / más veloz que el sol por las colinas / cuando atropella a las som- bras. / Por eso vuela Amor en alas de torcaza, / por eso Cupido es veloz como el viento.
Y decididamente le toma el gustito en III, ii:
Galopen sin pausa, fogosos corceles, / hacia la morada de Febo; si Faetón / fuera su cochero, a latigazos los haría / alcanzar el oeste, y ya sería de no- che. / [...] Se me hace eterno el día, / soy como el niño que impaciente espera / la noche entera la llegada del día de fiesta / para usar sus ropas nuevas.
El amor maduro, por contraste, es en esta obra lento y pesado, como una y otra vez le recuerda Fray Lorenzo a Romeo: “Sea tu andar / sabio y lento, si no quieres tropezar”, “Ama con mesura, si largo quieres amar; / más que el lerdo el apurado puede tardar”.
4) Imágenes de lo ligero y lo pesado, vinculadas a lo anterior, ya que lo pesado se asocia con lo lento y lo liviano con lo rápido (como evidencia el doble sentido de la palabra española ‘ligero’), como en este diálogo en I, iv:
Mercucio: No, Romeo querido, queremos verte bailar.
Romeo: Ni lo sueñes. Sus zapatillas de baile / los hacen volar por los aires; yo tengo los pies de plomo y el alma por los pies.
Mercucio: ¿No estabas enamorado? Entonces pídele a Cupido / las alas presta- das, y échate a volar.
Romeo: Me ha bajado de un flechazo, / y ya no hay pluma que me levante. / Las que se volaron son mis esperanzas, / y así me hundo bajo el peso del amor.
Mercucio: Si en él te hundes, terminarás aplastándolo: / mucho peso para un ser tan delicado.
A su vez, como puede apreciarse en esta cita, lo liviano se asocia al vuelo, a las alas y a las plumas, tanto las de las alas del dios Cupido, como las de sus flechas, que también vuelan.
La trama poética se espesa porque en inglés “light” significa tanto ‘luz’ como ‘liviano’, permitiendo el entrecruzamiento de las series ‘luz/sombra’ y ‘ligero/pesado’ en juegos de palabras totalmente intraducibles: "Away from light steals home my heavy son" ["de la luz (ligereza) se aparta mi pesado (apesadumbrado) hijo"] dice Montesco en I, i; "Give me a torch, I am not for this ambling; / Being but heavy, I will bear the light" [“Dame la antorcha, que no estoy para bailes: como estoy pesado (apesadumbrado), llevaré la ligereza(luz)”] dice Romeo en I, iv; y Julieta, en II, ii: "Pardon me / And not impute this yielding to light love, / which the dark night has so discovered" [“Así que sabrás disculparme / y no acusar de ligero (luminoso) al amor que te entrego / pues fue la oscura noche quien te lo reveló"].
5) Imágenes de lo frío y lo caliente, sobre todo a partir del cuarto acto, cuando entre al ruedo la pócima del fraile: “Sentirás que un narcóti- co glacial / corre por tus venas, se detendrá / tu pulso, ni el calor ni el aliento / delatarán la vida de tu cuerpo”, le explica éste a Julieta en IV, i; y ella, antes de bebérselo, en IV, iii: “Un miedo indefinido me corre por las venas, / y por poco vuelve en hielo mi calor vital". A su vez, su padre se lamentará en IV, v: “Déjenme verla. Está fría, ay, ay. / Sus miembros están rígidos, su sangre quieta. / Hace rato que partió la vida de estos labios. / La muerte cayó sobre ella como la escarcha temprana / sobre la flor más bella del campo”. La patética superación de la oposición frío/caliente se dará en V, iii, cuando Julieta bese a su esposo muerto: “¡Tus labios están tibios!”.
6) Vinculadas con la serie de lo oculto y lo visible, que incluye imáge- nes de lo cerrado y lo abierto, encontramos otras que contrastan el capullo y la flor, la flor y el fruto –del capullo que no llegará a flor, la flor que no llegará a fruto–, imágenes siempre asociadas a los dos jóvenes amantes y su temprana muerte. Según Capuleto, su hijo Romeo mantiene a sus afectos “secretos y enclaustrados, / como el capullo de la flor que esconde / un envidioso gusano, cuyos pétalos roerá / antes de que al sol su aroma ofrenden” (I, i), y Julieta promete a Romeo, en II, ii, “Este pimpollo de amor, cuando nos volvamos a ver, / el aire de verano tal vez haga florecer”. Pero como Fray Lorenzo advierte en II, iii: “Reyes en guerra hay en hombres y yuyos, / gracia y lujuria en los mismos capullos: / si la parte ruin resulta vencedora / la larva furtiva la planta devora”. Efectivamente, el capullo no se abrirá a la luz, la flor no dará fruto, y Capuleto dirá, en IV, v: “La muerte cayó sobre ella como la escarcha temprana / sobre la flor más bella del campo”. Los gusanos de la flor se convertirán, even- tualmente, en los de la carne: “Acá, acá me voy a quedar / con los gusanos, tus damas de compañía”, dirá Romeo en V, iii.
7) Imágenes que vinculan amor y muerte, sobre todo, las del lecho nupcial como tumba (o viceversa) y la muerte como amante. “Averigua su nombre. Si casado está / la tumba mi lecho nupcial será” dice Julieta en I, v; y en III, ii: “Vamos, nodriza, a mi lecho iré ya; / la muerte, no Romeo, me desvirgará". Obligado a separarse de Julieta, Romeo expresa su dolor con esta imagen, tal vez inexplicable o descolgada si se diera aislada, inevitable si se la considera dentro de esta serie:
Tienen más derechos [...] / que Romeo las moscas carroñeras; pueden / posarse en el blanco milagro de sus manos, / y robar inmortales bendiciones de sus labios, / [...] pero Romeo no, está desterrado. / Las moscas son libres de volar hasta ella, / y yo de ella debo volar: estoy desterrado.
Y Julieta, en IV, i, anticipa los terrores de la tumba y el entierro en vida en su bravata ante el fraile:
Enciérreme de noche en un osario / amurado de los huesos de los muertos, / de cráneos sin quijada y tibias pestilentes; / mándeme entrar en una tumba fresca, / y envolverme con el muerto en su sudario.
Y una vez más, en IV, iii, en un soliloquio que prepara la fusión de lo erótico y lo macabro en la literatura gótica y romántica, anticipando y engendrando el universo literario de Mary Shelley, Lord Byron y Poe:
Y si no muero, no sería muy probable / que la negra imaginación de noche y muerte / aliada a los terrores del ambiente, / una bóveda, un antiguo receptáculo / que desde hace cientos de años atesora / los huesos apilados de mis antepasados, / donde Tibaldo yace ensangrentado, / recién plantado en la tierra, / podrido bajo su mortaja, / [...] Ay, si despierto rodeada de tales horrores, / ¿no podré quedar del todo trastornada, ponerme / a jugar con los despojos de mis ancestros, / arrancar de su mortaja a Tibaldo mutilado / y loca de furia, agarrar el hueso de algún / antepasado, y saltarme los sesos desquiciados?
Y Romeo, ya en la cripta de los Capuleto, hará lo propio en V, iii:
¿Tendré que creer / que la incorpórea muerte sabe amar, / que el escuálido y odio- so monstruo te guarda / acá en la oscuridad, para que seas su amante? / [...] Acá, acá me voy a quedar / con los gusanos, tus damas de compañía.
8) Imágenes de veneno/remedio: una serie de decisiva importancia dramática, por anticipar su uso efectivo en el curso de la acción, es el de las imágenes vinculadas al veneno:
“un nuevo antojo, si tu ojo infecta, / extraerá el veneno que lo afecta”, dice Benvolio a Romeo en I, iv, refiriéndose a su amor por Rosalinda. “¿Romeo se mató? Si dices ‘sí’, hay más veneno / en esa solitaria sílaba ‘sí’ / que en el ojo letal del basilisco”, previene Julieta a su nodriza en III, ii. Y por supuesto, el extenso monólogo de Fray Lorenzo sobre la identidad de remedio y venenos en II, iii: “Estos pimpollos cobijan en su seno / igual potencia de bálsamo y veneno, / su olor alegra el alma, mas ingeridos / hielan el corazón y los sentidos”. “Él le dará un remedio desusado / que en breve lo enviará junto a Tibaldo” ofrece la señora Capuleto en III, v; “Señora, si puedes hallar al hombre / que lleve el veneno, yo lo prepararé / para que Romeo, tras beberlo / descanse en paz”, responde Julieta, invirtiendo los términos: su madre dice remedio por veneno, ella veneno por remedio. “Ven, no veneno sino tónico cordial, / en la tumba de Julieta acabará mi mal” dirá a su vez Romeo en V, i.
La preferencia de esta obra por la coincidentia oppositorum también se manifiesta en la debilidad de los jóvenes amantes por la figura del oxímoron, como en este parlamento de Romeo en I, ii:
Esto nace del odio, o más bien del amor. / ¡Ay, belicoso amor, odio enamorado, / cosa vana creada de la nada! / ¡Liviandad pesada, vanidad ligera, / caos contra- hecho de bella figura, pluma de plomo, humo radiante, fuego / frío, salud enferma, sueño en vela: / un amor que no es amor sin amor siento!
Y éste de Julieta en III, ii, al enterarse que Romeo dio muerte a su primo:
¡Ay, faz de serpiente bajo rostro en flor! / ¿Cuándo cueva tan bella alojó un dragón? / ¡Hermoso tirano,angélico demonio! / ¡Cuervo en pluma de tórtola, cordero / con hambre de lobo! ¡Vil materia / de bello exterior! ¡Contraria apariencia, / villano honorable, santo maldito!
Pero la limitación del oxímoron es que es estático, no dinámico; retórico antes que dramático, y no lleva a ninguna parte: el parlamento de Romeo no es más que afectación petrarquesca, que disipa- rá el primer vistazo de Julieta; y
Julieta abjurará de su diatriba contra Romeo: “¿Voy a hablar mal del que es mi esposo? / Ay, pobre señor, ¿qué lengua sanará tu nombre / si tu esposa de tres horas lo mutila?”. Mucho más interesante, y dramáticamente productivo, es el despliegue dinámico de las oposiciones, que ponen en evidencia el poder transformador del amor: convierte al enemigo en amigo, la oscuridad en luz, el veneno en remedio, la ceguera en visión –y viceversa.
Esta traducción
Esta traducción se basa en la edición de The New Cambridge Shakespeare (Cambridge University Press, 2000), editada por G. Blakemore Evans, cotejada con la de The Arden Shakespeare (Bloomsbury, 2020) en la edición de René Weis. La primera impre- sión de Romeo y Julieta fue la del primer cuarto (Q1) de 1597, seguida del segundo (Q2) en 1599. Q1 ofrece una versión abreviada de la obra, y pudo tratarse de una edición pirata, reconstruida de memoria por alguno de los actores (una práctica corriente en la época, que les permitía suplementar sus a veces magros ingresos), aunque también se ha argumentado que pudo estar basada en una versión recortada para la puesta (la versión completa, la de Q2, difícilmente podría acomodarse a las dos horas de atención que pide el Coro al principio). Q2 tiene 688 líneas más que Q1 y en él se basan la mayoría de las ediciones que conocemos, ya que los cuartos 3 y 4 y el Primer folio (1623F) son, en esencia, reimpresiones de Q2, aunque Q4 incorpora algunas correcciones hechas evidentemente a partir de Q1.
El verso de base de todas las obras del teatro isabelino y jacobino es el verso blanco (medido pero no rimado) en pentámetros yámbicos (versos de cinco pies, o sea diez sílabas, constando cada pie de una sílaba átona seguido de una tónica). El pentámetro inglés suele traducirse al español como endecasílabo, por ser la medida respectiva de los versos del soneto en cada lengua, pero atenerse estrictamente a tal equivalencia dificultaría la traducción fluida del diálogo teatral, ya que las palabras en español tienen, en promedio, más sílabas que en inglés. Como esta traducción está pensada a la vez para la lectura silenciosa y para la representación teatral, traduzco el verso blan- co a verso libre, intentando, eso sí, de no alejarme demasiado de la medida de once sílabas. Pero como medida y rima funcionan juntos, traduzco como endecasílabos los versos rimados.
Una idea difundida pero errónea supone que la distribución de prosa y verso en Shakespeare y sus contemporáneos sigue parámetros exclusivamente sociales: los nobles hablan en verso y el pueblo en prosa. Si bien esto no deja de ser cierto en la mayoría de los casos, es sólo una instancia particular de una regla más abarcadora: el verso corresponde al estilo elevado y la prosa al estilo bajo. Pero lo alto o lo bajo se definen más por la situación o el tema que por la extracción social del hablante: la Nodriza es claramente plebeya –sus modismos, expresiones y vocabulario así lo manifiestan– pero cuan- do habla con sus señores lo hace en verso; Mercucio y Romeo suelen hablar en verso, pero en su fatua esgrima verbal de II, iv, pletórica de chistes de doble sentido, ambos hablan en prosa; y Mercucio volverá a la prosa en III, i, para su fatídico duelo con Tibaldo; a veces los personajes van y vienen entre verso y prosa sin razón aparente, como en esta escena y en II, iv.
En Romeo y Julieta abunda el verso rimado. Si bien puede postularse una ‘evolución’ (término que no implica aprendizaje o mejo- ría, sino apenas cambio sostenido en una dirección determinada) en la obra del autor hacia un uso
cada vez más esporádico del verso rimado a favor del blanco, mejor adaptado a los ritmos del diálogo escénico, Shakespeare recurrirá a uno u otro según los temas y las necesidades dramáticas, alternando libremente entre ambos: el amor de Romeo por Rosalinda, idealizado y literario, se expresa sobre todo en verso rimado; el de Romeo y Julieta, más sincero y espontáneo, prefiere el verso blanco. La gran excepción es la del soneto que componen juntos al conocerse, en I, iv. Por un lado, éste opera como transición: Romeo todavía viene en modo petrarquesco, y tardará en aprender esta nueva retórica del amor que la relación con Julieta demanda. Pero además, los versos en honor a Rosalinda (y los sonetos que presumiblemente le escribe) los dice él solo, y ella parece desdeñarlos: este soneto en cambio lo componen juntos los amantes. Ya no es Romeo el que ‘hace el verso’, no hay conquista ni cortejo, sino mutua declaración apasionada. Este soneto se convierte así en expresión de la reciprocidad del amor de ambos, y en su creación la dama es tan activa como el caballero: cada uno se pliega al ritmo del otro, como en el tango o el sexo.
Como típica obra del barroco, en Romeo y Julieta se mezclan lo cómico y lo trágico, lo bajo y lo alto, lo procaz y lo refinado. En una misma escena (la primera) pasamos de los chistes guarangos de los criados de los Capuleto a la delicada lírica petrarquesca de Romeo; en otra (I, iv) del alboroto de los criados en la cocina al soneto que componen Romeo y Julieta. Las obras de la época estaban escritas para todo el arco social, ya que todas las clases se daban cita en los teatros: en estos la alta cultura y la cultura popular, separadas hasta el Renacimiento, se encontraban y entrelazaban. Traducir una obra como ésta implica no tanto encontrar un estilo o un tono sino los vasos comunicantes que permitan pasar con fluidez del vodevil al teatro serio, del lenguaje del Colón al de la cancha. En el caso de los juegos de palabras, frecuentemente con dobles y triples sentidos, muchas veces procaces, aposté sobre todo a recrear el efecto que tendrán sobre los espectadores o lectores, antes que procurar la traducción literal de la referencia y el sentido.