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Stanislaw Lem: vida del polaco que amaba a Bioy

Sigue reeditándose la obra del genial autor de Solaris, Ciberíada y otros clásicos, y acaba de salir una biografía. De Santis, en una lectura singular de ese microcosmos.

Hace unos años discutimos con Elvio Gandolfo sobre dos novelas breves de Stanislaw Lem: La fiebre del heno y La investigación. Los dos libros tienen en común la oscilación entre el policial y la ciencia ficción, la voluntad especulativa y la postulación de un enigma. La fiebre del heno presenta una serie de muertes inexplicables; La investigación, una serie de aparentes resurrecciones. En aquella conversación, Gandolfo defendía La fiebre del heno y rechazaba La investigación; yo estaba en la vereda de enfrente.

Ahora, al repasar los dos libros, pienso que Gandolfo tenía razón, porque La fiebre del heno propone una solución honesta para su enigma, mientras que La investigación, debo reconocer, esconde la falta de una explicación detrás de una vaga referencia a los caprichos de la estadística. En alguna entrevista, Borges propuso que todo cuento presenta una estructura poética y una lógica: La investigación cumple con la primera exigencia, la poética (sus oscuros policías, los misteriosos informes que llegan de las morgues, el Londres de fábula con su lluvia obligatoria). Pero no llega a completar la segunda.

El elemento lógico y el poético están siempre presentes en la obra de Lem, a veces en armonía, como ocurre en su magnífica novela Solaris, pieza central de su bibliografía y de toda la ciencia ficción. En el libro que dedicó al director Andrei Tarkóvski, Pablo Capanna cuenta la impresión que le causó la película Solaris cuando la vio por primera vez en el cine Cosmos de la avenida Corrientes. “¿Qué extraña fórmula era esa, capaz de amalgamar la épica espacial con el misterio gótico, los brillantes cromados y las luces intermitentes con la penumbra y el desorden, reproduciendo en los corredores de una estación espacial el clima de un castillo encantado?”.

Idénticas palabras podrían decirse de la novela, donde ya estaba ese “clima de un castillo encantado”. No falta en esta aventura uno de los temas favoritos de lo fantástico: el regreso de lo muerto a la vida. El doctor Kelvin se reencuentra con su esposa Harey, muerta muchos años antes. El viaje espacial no conduce al futuro y a lo desconocido, sino al pasado y a lo perdido.

Al leer la biografía de Lem, Una vida fuera de este mundo, de Wojciech Orlinski, cambia nuestra mirada sobre los libros que leímos hace tantos años. Según postula su biógrafo, la clave de la vida de Lem es el silencio, y todos sus libros son mensajes secretos. Poco solía decir Lem de su vida: no decía que era judío, que muchos de sus familiares fueron asesinados durante la invasión alemana, que salvó su vida a duras penas de los pogroms estimulados por los nazis.

No decía que le tocó la tarea de sacar cadáveres de prisioneros de un sótano. Mientras leemos el primer tramo de su biografía, nos maravillamos de que Lem haya sobrevivido a la guerra y al exterminio, tantas fueron las ocasiones en que la muerte llamó a su puerta con insistencia.

De la vida de Lem tuvimos algún atisbo con la aparición de El castillo alto, su libro de recuerdos de infancia. En esas páginas encantadoras, Lem presentó su niñez de un modo casi idílico. La continuación de su autobiografía es una novela, La voz del amo, donde Lem cuenta muchas de las experiencias que le tocó vivir, pero lo hace bajo el disfraz de la ficción.

Orlinski observa con lucidez que en su primera lectura de la novela atribuyó todas las acciones de la opresión a los alemanes. Pero al volver a leerla, ya adulto, observó que muchas frases no aclaraban quién era el sujeto culpable de las masacres: “Fue hecho prisionero en la calle”. “Estaban fusilando a la gente por grupos”. “Se abrieron los grandes portones”. “¿Quiénes lo llevaron? ¿Quién fusilaba? ¿Quién abrió?” se pregunta el autor.

Lem evita escribir “los alemanes”, porque era la población local –en ese caso, ucranianos– la que ejecutaba la masacre, instigada, desde luego, por los nazis. En la Polonia comunista estaba prohibido hablar de la colaboración local.

La segunda parte de la biografía narra las tribulaciones de Lem con la censura. Cada libro exigía numerosas conversaciones con los comités de las editoriales. La situación se suavizó un poco cuando Yuri Gagarin llegó al espacio: el fervor por la hazaña del astronauta hizo que fuera menos pesado el control sobre la literatura de ciencia ficción. Que Lem se ocupara de máquinas espaciales no significaba que tuviera fácil acceso a las máquinas terrestres.

Mientras imaginaba naves espaciales, Lem tenía serios problemas para comprar un auto, para encontrar repuestos o para sacar la licencia de conducir: nada había en la Polonia comunista que no exigiera permisos, formularios y largas esperas.

Según nos cuenta Orlinski, Lem siempre mantuvo una relación tensa con el régimen, y en algún momento eligió el exilio; sin embargo, prefirió evitar una ruptura total. Pensaba que la esencia del totalitarismo no era determinada ideología, sino la policía política; daba lo mismo que la ideología sufriera cambios mientras existiera la policía política, que era el verdadero fondo de la cuestión. “Si un buen día el Partido Comunista aceptara el capitalismo, entonces la policía política subordinada a aquel comenzaría a exigir con violencia la construcción del capitalismo”, escribe Orlinski. Por eso, Lem creía que no tenía sentido discutirle al poder con argumentos filosóficos.

Orlinski escribe su biografía no solo para contar la vida de Lem, sino para sostener la idea de que en todas sus ficciones hay un elemento autobiográfico escondido. Recuerda una idea de Agnieszka Gajewska, autora de otra biografía de Lem: si hay un tema que recorre toda la obra del polaco “es que el protagonistas oculta un secreto, cuya revelación le acarrearía la exclusión de la sociedad, o incluso la muerte”.

En El castillo alto, Lem contaba su fascinación infantil por una historia que había encontrado en una revista: una tribu africana guardaba como un peligroso tesoro una palabra secreta; bastaba pronunciarla para quedar convertido en una masa gelatinosa.

Aquel recuerdo infantil anticipa la biografía que le dedicó Orlinski, quien nos presenta la vida de Stanislaw Lem como la historia de un largo silencio. Solo a través de la lengua cifrada de la ficción se puede decir el secreto.

 

Ciberíada, S. Lem. Trad. Bárbara Gill. Interzona, 458 p.

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