Podrías verlo así: tu corazón no te falló, vos le fallaste a tu corazón. En los libros de M. John Harrison, un tipo sufre un infarto de lo más vulgar, pero su apego a la realidad comienza a ser cada vez más tenue. Hace una lista de oportunidades junto al crucigrama del diario y, en el rincón de Londres donde sea que esté convaleciendo, un pelado le habla de pollos y ratas en un laberinto. De su propio pasado –real o imaginario– que se aleja. ¿Qué carajo está pasando? Harrison puede utilizar fantasmas, emanaciones de la mitología céltica, naves espaciales o las zonas más bajas de la pseudociencia, pero en el lecho abisal de sus libros siempre acecha otra cosa. No sabemos exactamente qué es, pero si giramos la cabeza en este preciso momento, nos está mirando a los ojos.
Durante décadas, Harrison fue un secreto para todos nosotros. El escritor británico circulaba debajo de la mesa, reducido a un libro de Minotauro y algunos importados. Poco a poco las cosas cambiaron y ahora, en el lapso de un año, nos pusimos definitivamente a tiro. Interzona publicó Deberías venir conmigo ahora, su último volumen de cuentos, y desde hace unas semanas ya se encuentra a disposición de los lectores rioplatenses su novela más reciente: La tierra hundida ya vuelve a levantarse (Sigilo). Ambos con unos pocos meses de diferencia respecto a sus publicaciones británicas y ambos con traducciones ejemplares a cargo de Tomás Downey y el recientemente fallecido Marcelo Cohen. Mejor, casi que no se puede.
El libro de cuentos es asimétrico. Hay relatos que ocupan apenas un párrafo. Otros se extienden a lo largo de varias páginas. El efecto sobre el lector es una especie de agorafobia. Uno siente vértigo porque no sabe cuánto aire debe contener antes de sumergirse, pero también porque descubre que le han quitado la alfombra debajo de sus pies y –como notó Ursula K. Le Guin– debajo mora el vacío. Los argumentos son lo de menos. Todos y cada uno de estos relatos están disparados por una suerte de especulación anímica. Pongamos que el proceso de gentrificación conduce a un padre soltero desde un barrio equis en el norte de Londres hacia un barrio equis en el sur de Londres. ¿De qué manera afecta esa migración a sus pesadillas más recurrentes? En su última crítica para The Guardian, la maestra Le Guin las calificó de flash fictions.
«El desafío está en los que desaparecen dentro de sus propias vidas», dice un detective, en el libro. «Sobre esa gente hay menos cosas que saber. Viven dentro de nosotros. Tienen ideas muy simples. No solemos oír sus voces hasta que ya es demasiado tarde.» ¿Suena como el Wakefield de Nathaniel Hawthorne, no? En ese sentido, si bien los escenarios de Harrison son más británicos que el té de las cinco, su telaraña se extiende mucho más allá de los confines de la isla. Algunos personajes, por ejemplo, son bautizados con una mera inicial, como si fueran criaturas de una fábula kafkiana. El preso de «Las paredes» toca el lomo de El desierto de los tártaros (Harrison no puede evitar decir «la obra maestra») de Dino Buzzati y se estremece. Borges y Schwob son los engranajes secretos de las «Reseñas imaginarias» y todas esas entradas enciclopédicas sobre el Hotel Ambiente. ¿Géneros? A donde vamos no necesitamos géneros.
La tierra hundida ya vuelve a levantarse tiene una estructura mucho más estable. Son cuatro movimientos, son dos protagonistas, son dos líneas argumentales con una misma línea de fuga. Bueno, es lo único de lo que podemos agarrarnos. En el medio del camino de la vida, a Shaw se le inclina gravemente la cancha. Su madre lo detesta o no lo reconoce. El tipo se muda a una pensión de mala muerte y consigue trabajo en una oficina montada sobre un barco en ruinas. Suena pintoresco. Bueno, no lo es. Como no hay baño, tiene que mear directo sobre el río, entre latas de cerveza abolladas y fierros retorcidos. Tironeado por todas esas fuerzas entrópicas, conoce a Victoria (su apellido es Norman o Nyman: el autor nunca se decide) y tejen un lazo sostenido por alfileres. Hay que ver qué clase de alfileres.
¿Qué pasa cuando el mundo hace sentido? ¿Alcanzamos el nirvana o nos volvemos locos? En cualquier caso, cabe preguntarse si hay alguna diferencia. Los dos protagonistas de la novela trazan sus caminos por separado y comienzan a recibir señales en simultáneo. Su decodificación es casi imposible, pero parecen hablar del ascenso de un mundo acuático. Victoria abandona Londres y se instala en la casa que heredó de su madre en una pequeña ciudad rural. Su vecina se hunde en un estanque y no la vuelve a ver. En un paso de comedia, los albañiles se mueven por su casa como una bandada de golondrinas que no solo perdió el sentido de la orientación, sino también su propósito. Victoria le ofrece una taza de té y el techista le ofrece un libro llamado Los niños del agua. Y así todos los días.
Los cuadros con motivos marinos en el asilo de ancianos. Los blogs conspiranoicos de fondo negro y tipografía Comic Sans. Un grifo que detona en medio de la calle. El lacónico testimonio del acusado que perdió el control después de ver un «pálido pellejo verdoso» en el inodoro. Harrison deja pistas sobre la inminencia de algo ominoso que se nos escapa cada vez que damos un paso adelante: es un hijo de puta implacable. Para describir a sus personajes o sus escenarios, por ejemplo, es preciso a un nivel demencial. Un coche nunca es un coche: es un Toyota Corolla 1.8 con el espejo retrovisor torcido o lo que fuera. Un viejo cansado nunca es un viejo cansado: «Ossie llevaba una aceitosa campera de rally Castrol de la década del 70 y la cara enrojecida, surcada y plegada por 60 o 70 años de vida Midland». Ahí, en el corazón de las tinieblas, la paradoja entre la precisión y la incertidumbre abre un agujero negro.
La razón es un detective que siempre llega tarde. Nos parece que no entendemos un libro de M. John Harrison, pero apenas lo cerramos parece que empezara a desmoronarse el glaciar Perito Moreno. Claro que entendemos. Como en El curso del corazón y en buena parte de sus mejores textos, Harrison parece construir una saga de especulación fantástica sobre la Atlántida, pero está metiendo el dedo en la llaga: La tierra hundida ya vuelve a levantarse es un libro sobre la crisis de la mediana edad. Sobre perder el rumbo. Sobre la inercia. Sobre las fuerzas extrañas que parecen guiar nuestras vidas en determinadas épocas y las formas que nos procuramos para intentar retomar las riendas. «De veras», dice un personaje random, «todo lo que no está anclado corre peligro».
LUGARES EN LOS QUE NO PENSASTE BUSCARTE A VOS MISMO
Somos nuestra época hasta que dejamos de serlo. Discípulo de la filosofía del pick ‘n’ mix, Harrison irrumpió en la escena literaria con un mosaico de los sesenta: desde los primeros cuentos de Ballard hasta las canciones de Bob Dylan, pasando por las historietas de Dan Dare, Alfred Bester, Samuel Beckett, algo de Keats, el Flash Gordon británico, la estela radiante de los beatniks y –last but not least– nuestro Jorge Luis Borges. En la cresta de la nueva ola de la ciencia ficción, publicó su primer cuento y se hizo amigo de Michael Moorcock. La amistad, en esas circunstancias, significaba una sola cosa: Harrison se convirtió en uno de los editores de la revista New Worlds. Así, desde el fulgurante 1968 y hasta el decrépito 1975, le sacó punta a su pasión como polemista y publicó sus primeros libros: la novela The Commited Man, la «anti-space opera» de The Centauri Device, los relatos de The Machine in Shaft Ten and Other Stories y la primera entrega de la saga fantasy de Viriconium.
Después, en el preciso momento en el que comenzaba a perfilarse como un referente para el género, hizo un movimiento inesperado: desapareció. Saturado por las letras y (todo parece indicar) un matrimonio fallido, Harrison dejó de escribir durante casi una década. Su propósito, en buena medida, fue medir con su propia vara los límites entre el cuerpo y la literatura. «Todavía siento esa insalubre excitación que acompaña el acto de escribir», le dijo a Martín Pérez en su entrevista para Radar. «Pero por aquella época empecé a preguntarme si no era un sustituto de sensaciones más físicas. Es lícito usar metáforas vinculadas con la adrenalina para los placeres de la imaginación. Pero eso es lo que son, metáforas, así que decidí salir ahí afuera y conseguir algún tipo de excitación no metafórica.»
El resultado, paradójicamente, también fue literatura. A finales de los ochenta, Harrison vertió sus aventuras como escalador en Climbers y advirtió que adentro de su cuento «El Gran Dios Pan» (que, a su vez, arrastraba los sedimentos de una historia del galés Arthur Machen) había una novela. Acaso su gran novela. The Course of the Heart es, entre otras cosas, la impiadosa cadena de entropía que cae sobre tres estudiantes después de celebrar un rito de magia en los bosques de Cambridge. Permeada por los mitos gnósticos y una serie de visiones sexuales y fantasmagóricas, la novela emite una radiación purpúrea: ¿era esta la vida que realmente queríamos? La respuesta es el mero terror del mundo adulto. El libro de Harrison hace añicos ese lugar común de las contratapas donde «lo fantástico irrumpe en lo cotidiano». Aquí ni siquiera hay lugar para ese consuelo.
El curso del corazón, por otro lado, se convirtió en la contraseña argentina de Harrison. Traducida originalmente por Andrés Ehrenhaus para Minotauro (el título pierde la ambivalencia entre «maldición» y «curso», pero todo no se puede), la novela se publicó en español durante 1996 y caló profundamente en un pequeño pero influyente puñado de lectores. Su circulación permitió que, a solo cuatro años de su lanzamiento, Marcelo Cohen tradujera Preparativos de viaje para la colección Línea C de Interzona. Luego vino la edición de Páprika/Sigilo y, a finales de 2015, la publicación de La invocación y otras historias (Edhasa): una antología de cuentos traducida por Laura Wittner, con prólogo y selección a cargo de Matías Serra Bradford.
Teniendo en cuenta la intensidad, su influjo todavía es inmedible. En los cuentos de Harrison el clima siempre se estropea, la gente que pasea deja caer algún comentario oído al pasar («a todos nos encanta un país misterioso») y la vida parece la consecuencia inercial de un mal trato. Las casas huelen a abrigos mojados, café demasiado caliente para tener algún sabor y alguna sesión frustrante de sexo desesperado. Casi todos esos cuentos son extraordinarios, pero hay algunos que juegan en su propia liga: «Comdo», «El don», «Egnaro». Por nombrar algunos.
Hace algunos años, las librerías de la calle Corrientes y 18 de Julio recibieron la saga completa de Viriconium en saldo (tres ladrillos del mejor fantasy a dos mangos) y también Luz, la primera parte de la trilogía sobre el Canal Kefahuchi. Atención: el diálogo entre el título de esta última y la portada de la página de Bibliópolis es engañoso. Detrás de la pátina de autoayuda, se esconde una de las grandes novelas de ciencia ficción del nuevo milenio. Atiborrada de sexo entre clones, agujeros negros de la conciencia y metafísica dura, la trilogía hace que el ciberpunk parezca un inocente juego de niños. «El espacio se retuerce, la materia se retuerce, el tiempo salta por la ventana con todo lo demás», dice el piloto Ed Chianese, uno de los protagonistas. «Dentro de la nave apenas se puede sobrevivir. Los navegantes surfean esa parte de la ola. Salen en vainas AEV y aparcan en el bucle, intentando ver qué viene a continuación. Una cosa que pueden ver desde allí son sus vidas alejándose ante ellos.»
Con la pista de aterrizaje despejada, Harrison ya nos visitó un par de veces. Ofreció conferencias en el FILBA (Festival Internacional del Libro) porteño, pegó onda con Mariana Enríquez, lo vieron tomando cerveza por ahí y fue entrevistado para varios medios de la región. El misterio, sin embargo, no se disolvió. «Al principio, no me animaba a acercarme», confiesa Laura Wittner, una de sus traductoras. «Estaba parada a 1 metro y lo miraba totalmente fascinada. Es precioso, además, un señor muy hermoso.» Aquí, sobre el escritorio, tengo mi ejemplar de Preparativos de viaje firmado por el tipo. Todavía no puedo descifrar exactamente qué dice la dedicatoria, pero puedo reconstruir su expresión: «Estoy a miles de quilómetros de casa, pero eso es lo de menos». Si estaba atormentado por las condiciones y las consecuencias del Brexit, no se notaba. Pero lo estaba.
A juzgar por la actividad de su blog Hotel Ambiente, Harrison no tiene pensado detener o bajar el ritmo de su producción. Los setenta, dice su legendaria melena blanca, son los nuevos veinte mil. El futuro sí que está escrito y la divinidad no es exactamente lo que creíamos. «Puesto que se ha filtrado en todo, ahora solo le queda esta cosa infinitamente tenue y estirada, presente en cada átomo, incapaz, por agotamiento, de seguir adelante, tan exánime que solo puedes compadecerte de sus errores», dice uno de sus personajes. «Ese es el Dios verdadero. Lo que nosotros vimos es algo que ha ocupado su lugar.»