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Una escritura indefinible y exquisita

Por Osvaldo Gallone

La escritura de Hélène Cixous se desenvuelve (en el sentido literal del término: revelar, descubrir, mostrar aquello que permanecía envuelto) en los bordes, pero, más importante aún, aquello que menos interesa es revelar y revelarse en los bordes de qué: del tiempo, de la propia escritura, del silencio, del agua (“Bordó borde del agua”, p. 36), de la muerte propia y ajena. Bien poco importa develarlo en la medida en que a Cixous le concierne hasta tal punto la (su) escritura que hace aquello que sólo los escritores genuinos pueden realizar: se revela a través de la misma. Con lo cual se quiere decir que Cixous es su escritura.

Dividido en tres partes (“Antes del fin”, “El somier de Benjamin” y “Un permiso”), la sombra ominosa que sobrevuela el libro y unifica la tripartita división es la de la muerte: una finitud que es destino común, que se sabe inevitable colofón, pero que no se puede entender (que “repugna a la razón”, como diría con impecable perspicacia Hegel). Aquello que está velando (en el doble sentido de veladura y acompañamiento) la narradora es la muerte de su madre, Eve Cixous; le unta infinitamente la piel ulcerada con sucesivas capas de crema de cortisona mientras admite que “el tema de mi angustia principal: es el tema de la última hora” (p. 27). En un nivel (en una capa), pues, hay una escritura que se desarrolla en un tiempo de “antes del fin”, como indica el título de la primera parte del libro; una escritura, se podría agregar, de las postrimerías, cuya finalidad, a despecho del juego de palabras, es aprehender los signos del fin. Signos -¿de qué otro modo podría ser?- discordantes, encontrados, contradictorios: la relación Hélène-Eve está tejida sobre la urdimbre de la intolerancia, la devoción, el amor, la paciencia, la exasperación, el sobresalto, el miedo: miedo frente a esa muerte que inevitablemente se va a consumar y que anuncia, de modo no menos inevitable, la propia. “Con mi madre está la imposibilidad de huir” (p. 59), se resigna la narradora; y donde dice “madre” podría decir “caída”, “enfermedad”, “desmoronamiento”, todo aquello de lo cual resulta humana e igualmente imposible huir; el cuerpo en llagas de Eve también es el cuerpo del texto, sobre el que la letra va dibujando su sentido y tropezando con las llagas ulceradas. Al cabo, Cixous reconoce que su deseo diferido es “escribir un libro pero herido, un libro discutido, roto, un libro desdichado” (p. 41): ese libro es Hipersueño.

La otra muerte identificable que sobrevuela el texto es la de Jacques Derrida. La edición original de Hipersueño data de 2006, la muerte de Derrida la precedió en dos años. Cómplice, amiga, camarada de Derrida, aquello que Cixous pierde con su muerte es a un interlocutor privilegiado, y esa ablación también es experimentada como una llaga ya no en el cuerpo físico, sino en el cuerpo del diálogo: de poco vale levantar el teléfono cuando del otro lado ya no hay quien responda. No hay muerte, aunque el cuerpo muerto sea más que centenario, que no sea prematura, en la medida en que “demasiado pronto es la hora de la separación” (p. 100). Pero resulta esencial que Cixous acceda a la comprensión de que ese “abismo-nada” que deja la muerte tras de sí, ese desamparo, también puede ser y al mismo tiempo “el agujero [que] se había vuelto algo” (p. 157), en un todo coincidente con una de las reflexiones más lúcidas de Emmanuel Lévinas: “Cuando no hay nada, algo hay.”

Doctorada en Letras merced a una tesis en torno a James Joyce, Cixous, tal como el escritor irlandés, es aficionada a esas palabras que se conocen bajo el nombre de portmanteaus: combinación de dos palabras para conformar una nueva: “lo vivisoñábamos cada uno a nuestra manera”, “creyendo tristemente, tristecreyendo” (p. 152). Pero ello, con no ser poco, es apenas un rasgo de estilo. La escritura de Cixous se emparenta, por un lado y de modo harto visible, con la de Pascal Quignard en cuanto a su fecunda labilidad, su inconveniente (que es un atributo) de reducirla a un género conocido: Hipersueño no es estrictamente una novela; mucho menos, un ensayo; y, decididamente, no ingresa en el territorio (que tantas veces limita con un narcisismo de carácter obsceno) del diario personal; es una escritura, con lo cual le basta y le sobra. Y, por otro lado, se asocia a la escritura de Clarice Lispector, de modo más señalado y preciso con un texto como Aguaviva, publicado por Sudamericana en 1973 y de lectura obligada si se pretende entender la razón por la cual Lispector definía su escritura como un “no-estilo”: un texto que pareciera carecer de sexo, de tiempo, de espacio, de referencias mínimas, y sólo sostenido –nada menos- que por su escritura. En ciertos momentos –que no son, precisamente, escasos-, Cixous alcanza las cumbres de una genuina prosa poética: “… si el sudario del mundo fuera de lluvia, esta tormenta lo habría inventado. Todo yace bajo un lienzo de un color taciturno” (p. 130).

En una entrevista concedida al diario español El País, en el mes de julio de 2017, Hélène Cixous aseveraba: “Hay que seguir buscando las respuestas a las preguntas actuales en Dante, Shakespeare y Cervantes”. Qué menos que darle la razón.

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