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Versiones Stanislaw Lem

Por Pablo Capanna

A comienzos de 1921 se estrenó en Praga el drama R.U.R. del checo Karel Čapek, después del cual los autómatas comenzaron a llamarse robots. Pocos meses después en Leópolis, no muy lejos de allí, nacía el polaco Stanislaw Lem, quien hizo mucho para popularizarlos. El mundo ha cambiado desde entonces. Ahora Leópolis está en Ucrania, Praga en Chequia y los robots en Japón, pero la fama de Lem ha dado la vuelta al mundo, superando barreras idiomáticas y fronteras ideológicas, armada tan sólo con su peculiar humor filosófico.

A esta altura de las cosas, Lem comparte con Copérnico, Chopin y Madame Curie la gloria de estar entre los polacos más famosos de todos los tiempos. Conscientes de eso, y en ocasión del centenario de su nacimiento, el gobierno de Polonia decidió reeditar todas sus obras y subsidiar su traducción a otras lenguas. Para el área del habla hispánica, su elección recayó en dos editoriales argentinas, gracias a las cuales contamos con nuevas versiones de los textos de Lem y accedemos a otros que hasta ahora nos eran desconocidos.

Lem siempre tuvo fieles seguidores, tanto en nuestras tierras como en Europa Occidental. En cambio, fue un poco menos popular en Estados Unidos, por motivos de diversa índole. Sus novelas de ciencia ficción como Solaris lo habían puesto al frente de los autores europeos y habían circulado entre nosotros casi desde el primer momento, gracias a Minotauro o a Bruguera. Sin embargo, sabíamos muy poco de Lem y del mundo en que vivía. Nos dábamos cuenta de que su éxito mundial le garantizaba cierta libertad de expresión en Polonia, pero la Cortina de Hierro sólo dejaba trascender la leyenda de un gurú de la futurología que había escrito el tratado definitivo sobre literatura fantástica y gozaba de autoridad en varias ciencias. Buena parte de eso era cierta, pero desconocíamos las razones de su éxito en la URSS y el contexto cultural que lo había permitido.

Lem murió en el año 2006, y recién ahora contamos con estudios biográficos serios que nos permiten conocer mejor tanto a él como a sus circunstancias. Ellos nos dan la medida de las dificultades que tuvo que vencer para sobrevivir a la guerra mundial, al Holocausto y el totalitarismo, y aun así seguir siendo libre y ejercer la sátira. Con esa perspectiva podemos hacer una relectura bastante distinta de su humor tan brillante como amargo, que a simple vista sólo hubiera parecido un capricho literario.

La biografía que le debemos a Wohsiech Orliński, Lem. Una vida fuera de este mundo, no pretende ser un trabajo académico ni un estudio puramente literario. Es el tributo de un lector apasionado, al cual no se le ocurriría señalar los defectos de su ídolo, pero no escatimaría esfuerzos para rescatar hasta el último detalle de su vida. El autor no es crítico ni teórico sino periodista, y ha investigado minuciosamente la vida de su autor favorito para que compartamos su admiración. A muchos lectores les extrañará, por ejemplo, la cantidad de páginas que el libro le dedica a los autos que tuvo Lem a lo largo de su vida. Es cierto que el escritor era un apasionado de la mecánica y de la velocidad, pero eso no se refleja especialmente en su obra. Lo mismo diríamos de las páginas dedicadas al turismo, la gastronomía o la accidentada construcción de la casa en la cual pasaría sus últimos años.

Con todo, el saldo es más que positivo, porque no sólo habla de Lem, sino que echa luz sobre una de las épocas más sombrías de Europa, comenzando por las atrocidades que cometieron los rusos como aliados de Hitler en el inicio de la guerra mundial, esas que Wajda recordó con el film Katyn. La inhumanidad de los nazis, que no por conocida pierde nada su horror, le da un carácter excepcional a esa azarosa supervivencia que marcó a Lem de por vida. Luego, nos metemos en la era de silencio que a partir de la posguerra sumergió a toda Europa del Este y nos asomamos a los fermentos políticos que agitaban a la región y de los cuales sólo conocíamos los estallidos más notorios. La polémica de Lem con el filósofo Kolakowski es apenas una muestra de estos sordos debates, que paradójicamente acabaron con el exilio de ambos polemistas. Otra famosa pelea, la que Lem sostuvo con Tarkovski a raíz de Solaris, no refleja más que el resentimiento que dividía a rusos y polacos desde tiempos medievales. El más absurdo de todos fue el conflicto de Lem con Philip K. Dick, que no hizo más que poner de manifiesto el penoso estado de la salud mental del californiano. Con todo, nadie diría que Lem tuviera un carácter amable y conciliador, a juzgar por sus frecuentes diatribas. Admiraba a Jonathan Swift, y quizás cómo él habría merecido el epitafio “vivió enojado”.

El Lem más auténtico y genial era sin duda el humorista, el que se ve triunfar en aquellas magistrales reseñas de libros imaginarios que Lem reconocía haberle sido inspiradas por Borges.

Sin embargo, lo que le dio la mayor fama a Lem fue haber sido el padre de unos pintorescos robots que hacen de magos, dragones, caballeros y doncellas, pero le deben más al cuento de hadas que a la electrónica.

No es que Lem no supiera de robots y máquinas inteligentes: era un apasionado por la informática desde los tiempos de Wiener y la cibernética. Sus ensayos de la Summa Technologiae se habían adelantado varias décadas al pronosticarle un gran futuro a los sistemas informáticos, pero el primer gobernante que lo escuchó fue Gorbachov, cuando ya era tarde.

Pero si bien nunca perdió contacto con la robótica y otras tecnologías de punta, Lem hizo un uso esencialmente literario de los robots. Los usó para caricaturizar a nuestra especie, y los convirtió en personajes de unas fábulas cuyos modelos reconocidos son Swift y Voltaire.

Muy jugosas resultan las pistas que remiten la mayoría de esos textos a polémicas puntuales o discusiones con amigos, dos de los cuales fueron inmortalizados como los constructores Trurl y Clapaucio. En los cuentos de Ciberíada abundan las claves políticas, que no dejábamos de sospechar: brulotes dirigidos contra el Estado y la burocracia asfixiantes, el militarismo, el espionaje y hasta los abogados, que Lem no parecía apreciar demasiado.

No cuesta mucho entender de qué habla Lem cuanto nos presenta a una terrible amenaza venida de espacio que resulta inmune a todas las armas conocidas, hasta que un burócrata logra ponerla en fuga exigiéndole llenar formularios en quintuplicado o presentar múltiples certificados. Más evidente es la máquina de sumar perfecta que construyen Trurl y Clapaucio. En vano luchan por corregirla cuando se empeña en sumar 2+2=7 , pero ella va tomando poder hasta el momento en que se rebela, impone a todos su “verdad” y acorrala a sus creadores en un sótano. Recién deja de hacerlo cuando comienza a oxidarse y sus contactos se sulfatan. Recién entonces 2+2 vuelve a ser 4, como nunca había dejado de ser. También visitamos un planeta dominado por los robots, donde todos los habitantes son humanos, pero andan disfrazados de robot para no tener problemas con la policía.

Los veteranos lectores de Lem siempre hemos rendido tributo a Jadwiga Maurizio, la legendaria traductora de Lem, que era capaz de transmutar sus intraducibles juegos de palabras en sus equivalentes en español sin que nadie lo notara. Accedemos ahora a una nueva traducción, hecha en Argentina con el aval de las autoridades polacas, una empresa que sin duda habrá demandado un notable esfuerzo.

A todo esto, ignoramos qué habrá pasado con el Piloto Pirx y con el célebre Ijon Tychy, pero lo cierto es que los conocidísimos Trurl y Clapaucio ahora se han convertido en Verdcañol y Chancletacio, nombres que quizás se ajusten más al original, pero no suenan tan bien a nuestro oído. Más aún, el despliegue de ingeniosidad que hace la traductora parece exceder por momentos al propio Lem. Tan ingeniosa resulta la versión argentina que termina por atosigar hasta a ese lector que aspiraba a divertirse con las parábolas de Lem.

Por otra parte, el autor y sus robots polacos aparecen ahora hablando en un lenguaje coloquial que sin duda les sonará bien a los habitantes del conurbano bonaerense pero menos a los de otras provincias argentinas, para no hablar de los lectores españoles o los de otros países que hablan su lengua. ¿Qué significarán para el hispanoamericano medio expresiones como “berretada”, “al cuete”, “pibito” “piola” o “Andá a cantarle a Gardel”?

Considerando que esta nueva versión circulará al menos por todo el continente, sería conveniente que en las futuras ediciones se hiciera algo para ayudar al lector no argentino. Alguna vez se dijo que para entender las traducciones de Heidegger era conveniente aprender alemán. ¿Habrá que recomendarle a mejicanos, colombianos o peruanos que se pongan a estudiar polaco?

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