En el que acaso sea su libro más bello, Gilles Deleuze legó una cita de Proust que conviene traer a cuento: “Los libros hermosos están escritos en una especie de lengua extranjera”. Resulta difícil –por no decir imposible– añadir algo más a la contundencia de la frase: ahí donde el arte verbal acontece, queda trastocado para siempre el antiguo orden del mundo, revelando abismos y placeres inéditos que expanden, con gesto casi imperceptible, la gratuidad de nuestros umbrales. A ese vértigo increíble, que transforma el mundo desde su advenimiento, pertenece Mar paraguayo, la obra señera del brasileño Wilson Bueno (19492010), degollado en Curitiba frente a su escritorio hace la friolera de diez años.
L a reedición de esta novela es uno de los eventos de este año miserable por lo que implica y lo que comporta, puesto que se trata de una obra que no solo trastoca dos lenguas –el portugués y el español– sino que al engendro luminoso emanado de su cópula –el portuñol– le inyecta, híbrido salvaje, los dulcísimos frutos enervantes del guaraní. Frutos aparentes, al fin y al cabo, ya que el guaraní, si a algo se parece, es a una desbandada de pájaros en llamas, lo que torna las páginas del Mar paraguayo un cielo iluminado como los que incendian todas las mañanas del mundo con sus tardes los horizontes sudamericanos.
Dije antes novela pero todo indica –como señala Néstor Perlongher en el prólogo– que estamos más bien ante un extrañísimo poema, o más bien frente una creatura fantástica: “El portuñol es indeciso, intempestivo, mutante, no mantiene fidelidad sino a su propio antojo, desvío o error”. La prosa de Bueno inventa una lengua que le da forma a un territorio, desdibujando las fronteras aparentes entre Argentina, Brasil y Paraguay mientras otorga acta de nacimiento a una identidad nómada a través de un sonido que electriza la sintaxis: en las páginas de Mar paraguayo la lengua es un animal selvático que ruge como un jaguar pero sobre todo canta como pájaros invisibles que se disgregan a la manera de los ríos en innúmeros arroyos. La prosa de Bueno nos recuerda que en nuestros tristes trópicos la única riqueza al alcance del deseo suelen ser las posibilidades de la lengua: esa materia orgánica que es puro flujo en movimiento, un diálogo con los detritos que arrastra a su paso el río barroso del lenguaje.
Ejercicio de fornicación permanente, su existencia es también un gesto político único, que como tal exige ser aquilatado (de manera parecida a lo que sostuvo en una entrevista alguna vez el autor: “Deseé dar una respuesta estética al aislamiento histórico en que se encontraban sumergidas las lenguas del continente hispanoamericano. Al mismo tiempo, todo me indicaba la dirección de un personaje que fuese un poco nuestra alma común, nuestra alma cachorra y perturbada por el drama”). En el portuñol de Mar paraguayo laten los ecos de grupos exterminados, cantos en los que resuenan los cuentos de la madre negra y los llantos de las voces indígenas y sus huérfanos perennes: la lengua de Bueno imagina un territorio más ancho y más vasto para multiplicar los límites de la experiencia (y de paso pone en entredicho la frase de Miguel de Cervantes respecto a que el portugués sería “un castellano sin huesos”, creando una amalgama fecunda y americana). Obra que cabalga entre la poesía y la prosa en un sendero sembrado de proezas.