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Cecilia Szperling: “La idea de que estamos aislados por suerte no es cierta”

Entrevista realizada por Gabriela Baby a Cecilia Szperling sobre La máquina de proyectar sueños. Fábula autobiográfica (Interzona, 2016) / Por Gabriela Baby

Todo empieza en la niñez

Niña lanzada al imsomnio, la narradora de La máquina de proyectar sueños avanza con muchas preguntas y pocas certezas por el camino que la lleva de la infancia a la adolescencia. De la ingenuidad a la muerte. Y de ahí, a la escritura.

Lanzada al mundo, perdida en su casa, un caserón del barrio de Belgrano —barrio de clase media acomodada de Buenos Aires—, la narradora niña de La máquina de proyectar sueños atraviesa noches de fantasmas y preguntas, mientras las hermanas duermen como muertas y los padres algunas pocas veces acuden al rescate.

La voz y el tono de la novela se dirimen entre la lucidez del desvelo y la vigilia onírica, mezclando sueños y sensaciones del cuerpo —afiebrado, con desmayos o en poses de bailarina— que tiñen la percepción del mundo familiar y cotidiano con un tono inconsciente, extraño y feliz. Padres presentes y ausentes al mismo tiempo, clases de tenis, de teatro y de danza se fusionan con una mirada recelosa sobre las hermanas, en un registro que oscila entre la gran conciencia que otorga el insomnio, los días de mucho sueño y las rutinas de la infancia. Y preguntas, muchas preguntas, que, como un hilo de Ariadna, permiten a la niña narradora —y al lector— avanzar por un relato que hechiza y logra transportarnos a otro tiempo, a otra lógica, hecha de una materialidad (una poética) personalísima y particular.

“Deambulo sola por la casa en la noche. Todos duermen. Y yo quedo ahí, con este camisón rosa un poco quemado por un experimento fallido con mi juego de química (..) ¿Qué hizo padre con ese fuego? ¿se lo comió como un lanzallamas?” Y más adelante: “¿Qué pasa? Estoy atrapada en una pantalla contra la pared del pasillo. (…) ¿Y si esto es un plan? ¿Y si alguien quiso cazarme y enviarme a la pantalla ATRAPANIÑAS?”

Las preguntas guían el relato y a la vez arrojan su manto de sospecha sobre el mundo, sobre la casa, sobre la familia. Las preguntas se articulan en el puro presente, un tiempo-estado escindido por los sueños que la vigilia apenas interrumpe porque se mezcla con ellos.

“Tengo diez años. ¿A dónde ir?”

La niña insomne deambula por la casa enorme confundiendo sueños y luces que se filtran por los requicios de las ventanas: ¿Pero acaso es otra cosa el mundo?

Final de juego

Y luego, condenada a sufrir las vacaciones en una casa de la sierra —“prisión completa” dice la niña—, la narradora experimenta la decepción del crecimiento: “Hay algo en mi familia que me desilusiona. Suelto esas hojas. Quisiera tener otros padres”.

De vuelta de las vacaciones, de vuelta de la decepción, será la ciudad el territorio donde la narradora encontrará otra familia: los amigos de la adolescencia y los circuitos urbanos: “Tengo catorce años. A me busca a la salida y caminamos desde Colegiales a Palermo (…) A veces subo a su casa, pero es más probable que nos despidamos en la puerta o cerca. Sigo caminando sola hasta Ecuador y subo al departamento de F, donde pasamos largo rato mirando fotos (…) Un día a mitad de camino entre la casa de F y la casa de A, encuentro a Jota”. Y siguen los recorridos, un nuevo laberinto, más grande y ajeno que la casa fantasmática, hecho por la ciudad y los amigos-amores que son la nueva familia, amplia y abierta al mundo. Entonces, más preguntas.

En La máquina de proyectar sueños el lector es llevado (como un sonámbulo entusiasta) desde el principio de la infancia hasta el fin de la inocencia, desde las preguntas por lo cotidiano, por el mundo adulto, por el mundo de los otros, hasta el desconcierto total, cuando la muerte llega y, despiadada, da por terminada la infancia. Entonces la máquina enciende otro motor: el motor de la escritura.

Con este relato, que se enmarca entre los 7 y los 15 años (con recuerdos que incluyen los 4 años y, por el otro borde, en el desborde, algunos años más tarde también), Cecilia Szperling abre la puerta a una intimidad onírica donde los límites entre realidad —poesía— sueño y ficción se mezclan en un registro narrativo de sensaciones y apreciaciones enigmáticas y lúcidas sobre el mundo y sobre el crecimiento. De la autobiografía poética, de las ganas de contar y del yo puesto en primer plano, hablamos con la autora.

¿Por qué elegiste contar desde un niña y qué problemas narrativos te trajo esta decisión?

Las imágenes de la infancia, mejor dicho, las fantasías y asociaciones que hacemos entre las imágenes visuales que nos capturan, las imágenes auditivas que nos marcan y esa libertad de dar el sentido a esa mezcla de estímulos, forman parte de nuestro ADN. Yo creo que mis impresiones de niña perduran como si fuese información genética. De algún modo, moldean nuestra psiquis y pensamiento. Están ahí, detrás de una puerta, se puede abrir fácil, o no se puede perder todo acceso. Como dificultad narrativa no pude incluir algunos textos (que me gustaban mucho) en que la voz traía algo de sarcasmo o de ironía más fuerte, porque además de Yo como niña tuve que elegir a cuál de mis niñas le daba la voz. Para esta fábula elegí escenas nítidas y voz nítida, no quería un personaje en varios tonos al mismo tiempo. Una nota a la vez.

A la protagonista le pasan muchas cosas con el cuerpo: se desmaya, se insola, en las clases de danza el cuerpo llega a una “pose”. ¿Cómo fue el trabajo de poner un cuerpo sensible en la novela?

Pienso con el cuerpo. Desde los 5 años fui a clases de expresión corporal y luego de danza clásica y moderna. O sea que el texto vino después que el entrenamiento de conectarme con los sentidos y la conciencia de cuerpo. La insolación y los desmayos siempre me acompañaron. Es pura autobiografía. En la novela el cuerpo entra en un lugar literal de evidencia de vida. El cuerpo que habla, que baila, que camina. El cuerpo dormido pone en duda todo, la realidad, el sueño, la vida, la muerte. El cuerpo deteriorándose también es literal. Nos avisa que algo se va a terminar… ¡si no fuera por el cuerpo que se lleva todo o que trae todo! Es un dios. Muy poderoso.

En la era del yo y de los relatos autobiográficos ¿en qué medida desde el lugar de la escritura quisiste acercarte y alejarte de la autobiografía o la autoficción?

En los 90 empecé mi ciclo Confesionario, historia de mi vida privada, con la consigna Verdadero —Primera Persona— Confesional, al que muchos autores se resistieron y en pocos años adhirieron. Así formé parte de alguna manera del hit de la literatura del yo, una literatura que venía leyendo y proponiendo. Que escribí en mi libro de relatos El futuro de los artistas (esos relatos los había publicado Rodrigo Fresán en los 90 en el diario Página 12). También tuve un blog en ese momento que era como un diario íntimo. Y también es crucial la influencia de Andrés Di Tella (mi pareja) que sostiene el documental personal. El gran alcance del género me hizo buscar una poética propia (ya que hay una poética muchas veces común en la autoficción que me gusta, pero la transité de otro modo y quería otro desafío). Entonces estaba buscando imágenes pregnantes, esenciales y alguien me dijo “autobiografía onírica” y fui ahí. A la fábula, a la poesía, a los sueños, a un Yo que muy pocas veces tiene lugar en la oralidad, en lo cotidiano. Creo que es una autoficción muy de la escritura, en el sentido que no es algo que uno le cuente a nadie. Nadie sabría esto de mí si no lo hubiese escrito. Hay cosas que solo se dicen por escrito. El Yo que escribió terminó de existir al hacerse palabra y libro. Esa existencia le da sentido a correr el velo de la vida ordinaria. La vida soñada, la vida sensible, la vida oculta, todos la tenemos… no siempre hay atmósfera en la vida real para compartirla.

La novela se justifica a sí misma como respuesta al recuerdo de otro personaje. “Maten al mensajero”, dice y la narradora cuenta su decisión de escribir. ¿Se escribe para ordernar el pasado y darle un sentido personal? ¿Para no quedar fijada en el relato del recuerdo de otros?

Se escribe porque uno se da cuenta que no es una isla. El mensajero nos dice ¡lo sabemos! Y uno cree que hay tanto privado, tanto que oculta, pero en realidad estamos en red, en comunidad, en el mundo, rodeados. La idea de una isla, la idea de que estamos aislados por suerte no es cierta. Todos ven todo. No hay cortinas.

Además, lo que menos querés que se vea es lo que más se ve. De modo que ese mensajero es el mismo que nos hace salir del útero. Yo no saldría a ningún lado, pero, como dice Spinoza, el corte del placer es lo que nos permite evolucionar, pasar a otra cosa. Yo puedo encerrarme a creerme que solo yo estuve el día y en el momento que se murió mi padre. Pero no, ¡éramos un montón! Y siempre somos.

El mensajero, la de verdad, fue la diosa, talentosa y gran artista Nushi Muntaavski, que me lanzó a la literatura. Nada es más hermoso y violento que descubran tu secreto y te liberen de tu propio encierro y alienación.

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