Hartos de nosotros mismos: si no lo estamos, dentro de poco lo estaremos. Porque las últimas dos décadas fueron del yo, en la tele, el arte, la literatura, la publicidad y la política. Cada uno como el protagonista de su propia novela, tenga o no tenga algo para contar. Al mismo tiempo, ¿qué otra cosa tiene para decir un escritor más que su propia vida? O por lo menos, qué otra cosa que sea genuina, en la que se lea algún destello de ese diamante que es la experiencia. La contradicción está, y los más afortunados lograrán hacerla productiva.
Cuando Cecilia Szperling empezó a escribir La máquina de proyectar sueños, su novela autobiográfica [La máquina de proyectar sueños] que acaba de publicar Interzona, ya tenía dos libros publicados, y estaba tan metida en la literatura de la subjetividad que debió buscar algún recurso para salir de la fe ciega, o ingenua, en el valor de decir “yo”. A cargo de Confesionario. Historia de mi vida privada (un ciclo de entrevistas con escritores que empezó en 1998 y tuvo ediciones en bibliotecas, luego en el Centro Cultural Rojas y actualmente en Radio UBA, los jueves de 22 a 24), que ya tiene casi veinte años, al principio tuvo que convencer a varios escritores consagrados de que participaran, porque miraban con desconfianza la lectura pública y el hecho de desnudar lo personal frente a otros, sin mediación de la escritura. Al ciclo, incluso, se lo tildaba de egocéntrico (lo es, claro, solo que literal y no moralmente). Cecilia cuenta que muy pronto se armó una ola de literatura y teatro autobiográficos, y acompañando esa ola,Confesionario se puso más intenso.
¿Fue mejor o peor estar tan cerca de esa especie de vidriera del yo cuando le tocó el turno de escribir una biografía? Al menos, el contacto con esas escrituras cambió algo. Después de queConfesionario llegara a su esplendor, con textos de María Moreno, Pedro Mairal, Daniel Link, Alan Pauls, Gabriela Cabezón Cámara, Martín Kohan, Romina Paula y Marina Mariasch, entre otros (textos que prácticamente le leyeron al oído), Cecilia sintió que tenía que entrar de otro modo en la autobiografía. “Quizás –dice– confesando que en las noches tengo miedo y me siento una niña de diez años que camina sola en camisón por un jardín en sombras, lleno de plantas, flores y frutos que nadie cuida”.
Por eso, La máquina de proyectar sueños no es una biografía sin más, sino una “Fábula autobiográfica”, como anuncia la portada, casi en un oxímoron; es una historia que abarca los primeros años –de los 7 a los 15– en la vida de una nena que es ella misma, pero contados como si los viera en sueños, irreales, o con esos movimientos detenidos que tenemos bajo el agua. Todo empieza como un cuento, el de una nena que comparte la habitación con las hermanas, pero a diferencia de ellas, no puede dormir. No puede hacer eso que los niños pueden y tan bien les sale: abandonar las preocupaciones, apagar la mente. Por eso, fabula, y en el aburrimiento de la casa silenciosa (que ella percibe casi como el castillo abandonado de un cuento) empieza a generar también una mirada.
Lo que viene después es la formación, casi una educación sentimental de la que Szperling destaca varios hitos, como el día en que la mamá recitó para ella, porque estaba enferma, uno de esos poemas de Juana de Ibarbourou que solía recitar a las visitas, de vez en cuando, y como un lujo. “¿Qué es esto? ¡Prodigio! Mis manos florecen. / Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen. / Mi amante besóme las manos y en ellas, / ¡oh gracia! brotaron rosas como estrellas”. Pero lo que la hija extrae de esa puesta tiene que ver con la poesía como con ser mujer, o al menos, con una asociación demasiado natural entre mujeres y sentimientos. Después de recitar, a veces la madre dejaba caer una lágrima perfecta por la mejilla, y un día la nena, mientras llevaba en la cabeza una corona de flores blancas hecha por la mamá, durante una vacaciones en las sierras de Córdoba, logró que le salga una lágrima parecida.
Después fueron el sexo y otras cosas prohibidas con una compañera de secundario a la que echaron por contarle Belle de jour en el almuerzo. Y la posibilidad del amor como catástrofe con la lectura de Ana Karenina, antes y después de las clases de danza. Un mundo rosa, en cierta forma, pero mirado con desconfianza, porque el papá le había enseñado que todo era ficción (aunque a los quince años de la hija, tras una larga enfermedad, ejecutara el acto demasiado real de morirse). El límite de ese modo de mirar, y de la voz de nena que lo acompaña en esa especie de “autobiografía de las fantasías”, que es el libro según lo define Szperling, es la muerte del padre, que rompe esa ensoñación.
La nena de ojos gigantes, como la que ilustra la tapa del libro, llega hasta ese punto. En realidad, la ilustración de Flavia Da Rin muestra a dos chicas: una rubia y una morocha secretean, mientras la que parece ser más grande le indica a la otra que haga silencio. A mitad de camino entre nenas y muñecas, ellas son las protagonistas del libro, convertidas en esas criaturas fantásticas que produce Flavia Da Rin tomando como materia prima la captura de lo real. A partir del registro más indiscutible, ese que podrá ser subjetivo pero que para Barthes trae un testimonio, como mínimo, de lo que ha sido, la artista construyó su obra sobre una serie de imágenes intervenidas digitalmente que dan como resultado un orden nuevo, un fantástico tecnológico y levemente inhumano.
Da Rin y Szperling empezaron trabajando juntas cuando el libro no era más que una idea. Cecilia escribió esos primeros textos donde narra las noches extrañadas del insomnio mientras las hermanas duermen, y entre las dos tuvieron la idea de hacer un libro de textos e imagen, siempre con el procedimiento que lleva la marca de Da Rin, de sacarse una foto y deformarla poéticamente. Eso, según Cecilia, dialogaba muy bien con su propia manera de buscar un yo poético: “Soy yo, pero estoy hablando desde una subjetivad fantástica, fabulosa. Estoy eligiendo los momentos de day dream, de ensueño, donde todo es un poco más fabuloso pero no deja de ser real. Y se lo vive más real que la realidad pura”.
En un principio, Flavia produjo cuatro fotos, pero no fue fácil encontrar un espacio para publicar la propuesta. Y las fotos quedaron ahí; a veces se proyectaban durante una lectura en público de eso que todavía no era La máquina de proyectar sueños, junto a otras partes de la obra de Da Rin, con ese énfasis en las niñas y en los ojos y la mirada perpleja que, para Cecilia, sincronizaba con su consigna del mundo interior que sale a la superficie. En el lugar que habitan las muñecas, que alguna vez fueron seres reales, se ubica La máquina de proyectar sueños. Es una vuelta de tuerca sobre las escrituras del yo, hiperbólica y teatral, desnaturalizada. Allí, la formación casi reglamentaria, que se impone a las nenas con sus libertades vigiladas, y la esperanza de ser un poco especial y princesa, vuelven sobre todo como pregunta.