Aquello que leemos define cómo construimos el mundo, aunque cada tanto eso implique de-construirlo. Momentos que sólo con el paso del tiempo logran disipar las elipsis que han servido para tamizar el dolor de aceptar una muerte. Pero lejos de la melancolía o el recuerdo traumático, los capítulos de esta novela, a modo de diario ordenado por las edades en las que la protagonista se encuentra, nos conducen a un viaje guiado cual recuerdos de una encarnación pasada, siendo más que un viaje de iniciación, una fábula autobiográfica. Porque todo se vuelve vívido en un tiempo presente mítico y por ello detenido, con una continua referencia de paisajes que remiten a un origen (“bajo nuestro pies, bosques enteros brotan de debajo de la tierra, asoman sus raíces poderosas y crecen hasta el cielo. Jugamos a la Creación… a lo Sublime y lo Más Que Humano”). Esta niña nos trasporta a un tiempo en donde casi todo pueda ser posible como el teatro que monta en el living de su casa junto a sus hermanas -Victoria e Inés-, ellas bailarinas, su madre declamadora aunque inmersa en su laboratorio y un padre que deja el traje de oficina para dedicarse al arte puertas adentro mientras la enfermedad comienza a tomar su cuerpo.
Lo que podría ser sólo un fluir de la conciencia se convierte en voz que administra la información y que pretende ser testigo de lo que acontece en el paso de la niñez a la adolescencia pero otro personaje le quitará ese rol para volverse ella la observada y restarle el poder que en el papel se traduce al lenguaje: “Nadie soporta la palabra como cuchillo. La palabra caricia, en cambio. Por lo menos a Inés. Logro enfurecerla y sacarla de sí, con solo decir esas palabras mágicas, palabras que activan el veneno en el oído del que las escucha, pero que salen de la boca sin herir, sin lastimar ni arder, con la misma liviandad que uno dice medialuna”, cuenta desde sus 14. Cecilia Szperling, quien además de escritora es periodista –desde 2010 se la puede escuchar en el programa “Confesionario Radio” por Radio UBA– , performer- gran declamadora junto a Vivi Tellas- y con ciclos literarios consagrados como “Libro marcado”, entre otros, demuestra que ante todo es una gran lectora y pone a jugar sus habilidades en el ingenio de la protagonista que parece tener una mirada más adulta que la de sus pares aunque se filtren ingenuidades y temores. Tal vez por ello es la noche la ideal para dar forma a sus fantasías y exponer las pequeñas maldades de sus hermanas o su prima y los fantasmas. Con ecos de la cuentística de César Aira, Bioy Casares o Silvina Ocampo La máquina de proyectar sueños comienza de un modo onírico y repetitivo evocando el espíritu insomne de ella, sin nombre, espectral, luchando por ser artífice de sus sueños (“Estoy atrapada en una pantalla contra la pared del pasillo. El proyector de la pieza de mis papás (…) El color me atrapa. Es una sustancia viscosa, pegajosa, amarillenta y calentita. ¡Acá estoy yo! Flotando sin poder salir. / ¡Todos están dormidos! (…) ¿Y si esto es un plan?”). Páginas después, la adolescencia en donde los amores se mezclan con la amistad, la conciencia del propio cuerpo y la comparación con los cuerpos diversos de lxs otrxs, la mención de jóvenes que desaparecen, un rock que da lugar a la alucinación y una voz que se acerca, siempre en presente, hasta un final que quita todo halo fantástico o romántico para centrarnos en un realismo donde cae el velo y no queda otra que aceptar el porvenir. Y aquella niña que reparaba en las expresiones adultas o en el hablar de quien tuviese enfrente, revela que siempre ha narrado desde la mujer que es hoy. Con una lectura atenta, tal vez sigamos las huellas de su escritura en clave: “Pero no es mi estilo ir al grano. Escucho y saco mis conclusiones (…) En este caso, cargan muchos misterios y fantasías. Pienso que así se dialoga. Dejando afuera el asunto principal.”