¿POR QUÉ TE VAS?
Cría cuervos fue mi primera película espejo. La niña protagonista parecía actuar de mí misma. Si todos poseemos un doble, ése era el mío. No sólo su padre había muerto frente a sus ojos, también tenía dos hermanas que habían quedado libradas a su suerte en esa casa de la que nadie parecía ocuparse.
Con el padre muerto todo entraba en orfandad: la mamá, la casa, las niñas, la planchadora.
Las risas habían abandonado la casa, la estrella había caído; de golpe adornos y muebles, los árboles salvajes y arbustos se convierten en amenazas. Peligro inminente. Tijeras, solventes, venenos de limpieza. La casa sin adultos a cargo es también un niño más dispuesto a hacer travesuras, a dejar su compostura, está dispuesta a irse o por lo pronto liberarse de tener que estar siempre compuesta o en presencia de ánimo frente a esta familia ahora rota... que se las arregle como puede.
Al ver a esa niña me vi a mí. Vi mi silencio, mi mudez. No hablar de lo que había sucedido. Silenciar las palabras, las explicaciones. No hay nada que agregar, parecía decir mi madre.
Tuvimos bailecitos en la cocina como esas niñas en polleritas mini. ¿Por qué te vas? Es la pregunta clavapuñal. Se lo preguntamos a quien no se quiso ir, a quien no nos quiso dejar y sin embargo lo mismo da, te vas. ¿Por qué te vas?
Dicen que el inconsciente no tiene tiempo. Que el trauma se actualiza permanentemente, o sea está en updated constante. Aclaro que soy fanática del “trauma”, es la idea más literaria que conocí hasta ahora. Organiza las acciones, las elecciones, hasta las reacciones y frases de nuestras vidas (literarias). Adoro el momento en que Marcel Proust dice que su vida ya no es lo que era a partir de la noche en que su madre se olvida de darle el beso de antes de dormir. Lo ignora y permanece en la sobremesa con su padre en los salones, sin subir a darle ese beso que lo acompañará al mundo de los sueños, a sumergirse en ese terreno ensayo de muerte. Lo abandona, lo deja. Ya no lo besa como lo hizo desde siempre, a lo largo de toda su vida. Esto organiza los siete tomos de la narrativa de En busca del tiempo perdido. Todo gira alrededor de este trauma inicial, que se renueva en distintas escenas a lo largo de los años.
No puedo precisar si Cría cuervos la vi a los quince años, cuando murió mi padre, o a los veinticinco o treinta. Tampoco sé con quién estaba en el cine y si disimulé que no me había pasado nada. Lo seguro es que no fue una película catártica, ni un momento de mi vida en el que me gustase expresar mis emociones. Tenía una represión estética. Me gustaba la expresión del tormento interior. La escena que recuerdo con Cría cuervos es hace nueve años, embarazada de mi hija Lola, en un gabinete de la universidad de Princeton, lugar en el que residí medio año. “In Utero”, llevaba un bebé en mi panza y yo nadaba en el líquido amniótico del campus universitario, especie de convento laico. En ese doble encapsulamiento, vi a la niña encapsulada en sus propios ojos, aislada y alienada en procesar la muerte de su padre ante sí. Salí de la cabina individual a ese campus en el que nevaba llevando a mi hija calentita y húmeda en su refugio. La nieve no hace ruido al caer, de modo que si el paisaje es el espejo del alma, la nevada fría y silenciosa, era la expresión de mis años de duelo.
Acabo de terminar una novela sobre mi casa de infancia, mis hermanas, madre y muerte del padre.
La ciénaga me recordó esa madre en duelo y esos hijos creando mundos lejos de adultos guardianes o cuidadores, en la intensidad de la infancia como una selva llena de amenazas y también de juegos, de bailecitos, de siesta, de mucamas.
Fanny y Alexander fue otra película espejo donde el niño en la noche juega con la magia de la Linterna Mágica rodeada de niños en el cuarto infantil, para al día siguiente fijar su mirada en una tostada que parece nunca terminar de untar, mientras los adultos despiden a su padre. Esa película sí fue catártica y lloré en el cine Metro junto a mi amiga Karin Sorvik.
Cría cuervos es casi una película muda, con una canción insistente como banda sonora.
Trabajé escribiendo, poniéndole palabras a esa escenas solo ojo, sin texto. A las miradas a través de la ventana y la pregunta una y mil veces repetida.