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La vida soñada de la infancia

POR BETINA GONZALEZ / Una visión personal y original de los pliegues de la niñez es la que presenta Cecilia Szperling en su último libro

Hay una poética de la niñez que retoma ese período de la vida como el de la ausencia (tal vez feliz) de la palabra. Hemos olvidado esa mudez, presente en la etimología de la palabra “infancia” y en cómo la idea de niño se ha construido en nuestras sociedades. Niño es el que aún no habla y, por eso, porque no ha sido corrompido por la lógica del lenguaje, es por siempre misterioso, incomprensible, casi un otro animal al que en vano quisiéramos volver. Ese misterio es el que alimenta a La máquina de proyectar sueños. ¿Cómo sería si pudiéramos recuperar la experiencia de la pura sensación, ese jardín vasto e inexplorado que es el mundo cuando somos chicos?

La respuesta de Cecilia Szperling se afirma en un desafío formal a la altura de ese misterio: una escritura que es pura impresión, imagen fragmentaria y presente.

La máquina de proyectar sueños describe la vida de una niña desde sus cuatro años hasta los quince. Pero lejos de querer “documentarla”, la resignifica en una prosa donde la lógica de la vigilia y el sueño se invierten: la vida, nos dice Szperling, tiene poco que ver con esos lugares comunes y ritos de pasaje que estamos acostumbrados a reconocer en cualquier biografía (nacer, tener padres, ir a la escuela, sufrir, amar, y repetir). Por el contrario, la vida es la impronta que cada uno de esos verbos deja en una sensibilidad particular, única: esa que la lengua reconoce y multiplica con el pronombre “yo”. Contar todo eso en una narrativa articulada sería fallarle al misterio. Por eso, uno de los aciertos de La máquina...

es esa voz artificial, esa primera persona imposible que vive en un presente continuo en el que lo único que pasa es ella misma. Por eso se refiera a su familia con genéricos: Padre y Madre son sólo eso, las hermanas son “Mayor” y “Menor”, así como los eventuales encuentros con otros se minimizan frente a ese yo gigante con términos como “el niño de la Pileta”, “el niño de Provincias”, la “Cabeza del Comedor”. Otro de los aciertos es la invasión del mundo onírico sobre el de la razón. Sueños, mareos y desmayos son tanto o más importantes que los hechos. Pérdida o ganancia de la conciencia, queda siempre la incógnita. La voz que juega a ser infantil y adulta a la vez, que cita a la tragedia griega y al cine clase B, que en un capítulo tiene siete años y en el final cien, es capaz de contar con igual gracia y sordidez el hecho de que Mayor le esconda las bombachas y un episodio en que un niño es obligado por su padre a matar a un perro. Hacia el final, con el mismo tono, la protagonista se referirá al estado permanente, irreversible, de duelo que nos acontece cuando nos ocurre la muerte de otro. “El zombi es uno que no murió por sí mismo sino que accedió a La Muerte gracias a un amigo que muere y lo lleva...”, dirá).

Mucho se ha escrito sobre la pulsión confesional de nuestra época. Sin embargo, es un gesto que en la literatura latinoamericana se inicia tan atrás como 1924, con Ifigenia .

Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba de Teresa de la Parra, aunque habitualmente se prefiera adscribirlo a los 90, con obras como la de Fernando Vallejo. Como sea, en ese intersticio que problematiza la vieja oposición entre ficción y verdad, Cecilia Szperling parece ubicar a su propio libro al calificarlo de “fábula autobiográfica”. Y sin embargo, La máquina de proyectar sueños es más que eso (sin duda, está más cerca del formato de diario íntimo de Teresa de la Parra que de la llamada “autoficción” contemporánea). Es un libro que pide ser leído lentamente, como ese teatro de sombras que es la propia infancia y al que sólo de vez en cuando podemos volver en la parcialidad, la desesperación y la fragmentariedad del recuerdo.

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