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Memorias de una niña que le temía a la noche

Mundos íntimos Desvelada, no quería dormirse. Al acostarse le narraba cuentos a sus dos hermanas con el secreto deseo de hacerlo tan bien que ellas no conciliaran el sueño. Pero al rato, ambas caían exhaustas. Entonces recorría los cuartos, imaginaba historias y a la mañana su mamá la encontraba recostada en el piso. Algo de eso subsiste: si no está en su casa, se duerme recién cuando se intuye el primer rayo de la mañana.

¡Pero vos no dormís sola como yo!– me recriminó mi hija Lola cuando la insté a dejar de pasarse en medio de la noche a nuestra cama. Sentí esa culpa que me produce no darle todo tal cual ella imagina para una vida perfecta. No le había dado hermanas con quienes compartir la noche. De todos modos cuando yo tenía su edad, nueve años, tampoco podía dormirme a la noche, a pesar de compartir la habitación con mis hermanas Silvina y Susana. Una mayor, otra menor, y yo en el medio. Cargo todos esos conflictos de la hermana del medio, ni la grande ni la chiquita, más bien siempre desubicada.

En calidad de madre contenedora le digo que es hermoso dormir, pero al mismo tiempo me asalta mi propia imagen de niña en camisón, que protesta y dice: es aburrido dormir. Y mientras intento calmarla sobre los fantasmas de la noche, me hundo en el recuerdo de mis miedos infantiles.

Al irnos a la cama, después de un baño en conjunto con mis dos hermanas, muy placentero, empezaba a desesperar, sabiendo que ellas iban a caer dormidas antes que yo. Sabía que quedaría sola, porque aunque ellas estuvieran a mi lado, dormidas eran momias, eran otras, no hablan, no se ríen. Yo usaba todas mis habilidades de Scherezade para contarles historias que las dejasen intrigadas y que les impidieran dormirse tan rápido. 

Sembraba todos los misterios posibles en relación a las personas que nos rodeaban, con la esperanza de que esas historias las despabilasen y que ya no quisieran dormir. Y que pasásemos toda la noche juntas, las tres despiertas, atravesando ese bosque nocturno oscuro, lleno de amenazas, graznidos y árboles con formas de fantasmas, para llegar de la mano a la claridad del día. Pero Mayor era la primera en abandonarme y dormirse. Mis cuestiones no dejaban de ser infantiles para sus oídos. Y Menor se marchaba muy poco después, ganada por los bostezos. 

Ellas se iban al mundo de los sueños y yo me quedaba despierta. Con los ojos en plato, cargando todos esos enigmas y mentiras con los que había intentado detener el sueño de ellas. Ese maldito y cruel dormir que dejaba a mis hermanas tendidas como muertas y las apartaba definitivamente de mi lado.

Mis padres dormían en la pieza lindera a la nuestra. Me ilusionaba con que mis sueños se mezclaran con los de ellos … tan próximos. Quien dice podríamos encontrarnos en esa dimensión, tan solitaria, que siempre me deparaba situaciones inesperadas que no llegaba a comprender, de las que me quería escapar. 

Mis piernas se iban volviendo pesadas o quería pedir auxilio pero mi garganta se quedaba sin voz. Quería liberarme del pollito que tras tomar la fórmula prohibida crecía inexorablemente hasta convertirse en el más horrendo de los pollitos gigantescos, o simplemente entender por qué las paredes de mi cuarto se agitaban y cobraban vida propia. Seguro que si mis padres hubieran estado allí, me hubieran explicado algo, o al menos hubieran salido en mi defensa mis hermanas. ¡Pero no! Cada uno se marchaba solo a su reino lejano. Nadie me pedía que lo acompañase, nadie tampoco quería acompañarme a mí a esa morada oscura, a la que yo temía entrar al cerrar los ojos. A la comarca de los sueños no se puede ir con nadie, solo te dejan entrar si vas solo.

Me acerco a Menor y veo como sube y baja su pecho al ritmo de la respiración. No siente que estoy tan cerca, soy invisible. Mayor sigue imperturbable, ni siquiera acusa recibo de que le toco el pelo. ¿Qué hacer? Me levanto en el silencio total de la noche y camino por el pasillo hasta la pieza de mis papás. Como todas las noches en las que no puedo dormir, entro en su cuarto. Y siempre me impresionan sus caras dormidas, verdaderamente parecen muertos. Por algún motivo, siempre renuevo las esperanzas de que algo bueno ocurra en medio de la noche en la pieza de mis papás, pero nunca pasa. 

Habitamos esa gran casa de tres plantas, con escaleras de madera y pasamanos que crujen al tocarlos. Deambulo por la casa en silencio sola, subo y bajo escaleras, no me animo a abrir las puertas de los cuartos del tercer piso ni a salir al jardín. 

Una noche siento ganas de correr. ¡Estoy tan despierta! ¡Abajo voy! ¡Al jardín salvaje! Es de noche. Siempre deambulo por ese caserón nunca salgo al jardín. Es muy salvaje, el pasto sin cortar, los árboles sin podar. Piso carozos de nísperos o resbalo con esos caquis ya demasiado maduros. Pero esta noche avanzo porque la luna llena esclarece el jardín y se ve más luminoso que la casa hundida en la penumbra. 

Voces interrumpen el silencio: no sé si esos vecinos ríen y cantan o discuten y lloran. Entro corriendo a la casa porque no quiero seguir escuchando, subo las escaleras agitada. Me apoyo contra el barandal y miro los escalones hacia arriba y hacia abajo. Las formas espiraladas de la escalera me hacen sentir como aplastada entre dos langostinos. Decido no dormirme hasta que llegue la luz del día, sentada en el piso, entre los dos cuartos. A la mañana mi mamá me encuentra en el pasillo, dormida en posición fetal.

Las noches en vela se van sumando. La siguiente noche, con mis hermanas dormidas, inamovibles, al entrar en el cuarto de mis papás descubro una máquina de proyectar películas que está encendida. Es un proyector súper ocho. Imagino que en esa máquina ponen mis sueños y ahí me mandan pesadillas, mientras que a mis hermanas les mandan sueños deliciosos. Vagabundeo de aquí para allá. A la mañana siguiente mi mamá me encuentra dormida, esta vez en el piso del baño. 
Una noche creo que me trago la lengua. El sueño es tan vívido que creo que estoy a punto de morirme. Me despierto sin poder separar la lengua del paladar y 
siento que así es la agonía y así la muerte. Mi mamá me trae un vaso de agua y decide acostarse en mi cama conmigo.

Otra noche quedo atrapada en la Pantalla Atrapaniñas. La proyección de un color amarillento y pegajoso me atrapa en la pared del pasillo entre los dos cuartos. Madre me despierta y me saca del sueño. La veo asustada a ella también, sobresaltada. La inquietan mis pesadillas. Al despertarnos, en el desayuno familiar o en el viaje en auto hacia los colegios, jamás se mencionan los episodios nocturnos. Quedan entre mi mamá y yo, aunque nunca los conversamos a solas tampoco. Entiendo que su silencio es un modo de restarle importancia al asunto. No hace falta perder el tiempo hablando de eso. Pero en el fondo voy anidando la idea de que mis desvelos, pesadillas y deambular nocturnos no están bien, que hay que ocultarlos, que es conveniente no nombrarlos para mantenerlos a raya y así evitar que puedan crecer y trepar como las enredaderas del jardín que, voraces, cubren todas las superficies alrededor nuestro. 

Durante el día me olvido completamente de esos estados de perplejidad, donde la ansiedad y el miedo me asaltan. Pero cuando vuelve la noche, me acuerdo de todas las cosas fuera de control que me suceden y un sentimiento mezcla de desafío y terror me invade. Básicamente mi miedo se reduce a que mi familia no se despierte nunca y … que sería yo sin todos ellos? 

Mi madre me llevó a la psicóloga, a la psicoanalista e incluso al neurólogo. Me hicieron dos electroencefalogramas, lo que en la escuela me trajo una fama que yo decodifiqué como de “interesante”. La verdad es que no tengo idea de cómo era entendida por las otras niñas esa palabra de adultos: electroencefalograma. Creo que yo la transmitía como “electroshock”, aunque no abusé del término porque a los nueve años tenía plena conciencia de que me estaba jugando en la fina línea entre la salud y lo otro. Para mí lo otro era el surrealismo, el dadaísmo, de lo que tenía idea gracias a una prima de dieciséis que me llevaba al teatro y me enseñaba nociones de política y arte.

En el primer electroencefalograma –en un consultorio particular– me conectaron a la cabeza terminaciones de cablecitos de colores y me dijeron que iba a ver a Mickey. Todo pasó rápidamente, sin la aparición de Mickey, lo que me desilusionó muchísimo. Al menos pude usar la desilusión como moneda de cambio con el médico, yo también tenía mi réplica a la situación. El asunto terminó con el premio consuelo de que no solo estaba sana sino que mi coeficiente intelectual era mayor al de la media. ¿Nos dijo eso? ¿…o fue un consuelo de mi madre y no exactamente del médico? En todo caso, lo del coeficiente no me servía, en la escuela estaba armando otro perfil. 

El segundo electro me lo hicieron en el Hospital Rivadavia. Mi madre trabajaba como bioquímica en el laboratorio. Me volvían loca esos olores, pipetas y sustancias que ella manipulaba con su delantal blanco. Allí fue todo más antiguo, de modo que me sentí una especie de Frankenstein. Te prendían unas luces para ver cómo se alteraba el ritmo cerebral y un mínimo de miedo me dio. Pero el verdadero miedo era la noche, mi casa de noche, ese abandono de mis hermanas y de mis padres que me partía el corazón. 

Los neurólogos la retaban a mi mamá: si ella exponía a estas pruebas a una nena sana, la iba terminar enfermando. Pero las psicólogas no le ofrecían soluciones. Me gustaba ponerme pícara y manipularlas un poco en esos tests. De tanto hacerlos había descubierto sus trucos. En esos cartones entintados pretendía ver situaciones increíblemente tristes, niños desamparados, injustamente encarcelados, condenados a morir de hambre o cruelmente desmembrados. Todo para desarmarles su estructura burguesa de departamento impoluto, con su arbolito navideño decorado. Ellas le decían a mi mamá que lo mío era preocupante, que consultara a un psiquiatra. El psiquiatra me recomendó Valium, para calmar un estado de ansiedad nocturno. La maestra retó a mi mamá: “¡Una nena de nueve años tomando Valium! ¡Con razón se duerme en clase!”

Después una psicoanalista más astuta me recibió en su consultorio pequeño, todo marrón. Una vez por semana yo le dictaba historias inventadas y ella era mi María Kodama. Llenamos carpetas y carpetas de historias. La noche mejoró un poco … pero hasta el día de hoy, muchas noches elijo estar despierta. Si no duermo en mi casa es posible que elija no dormirme. Me encanta atravesar la noche completamente lúcida y esperar despierta hasta que lo oscuro ceda. Cuando veo que el tinte del cielo empieza a clarear, con esa mínima señal de que el día está por venir … desayuno y me meto en la cama, como una guerrera que le ganó la batalla a esa Larga Noche Sin Fin tan temida por mí.


Cecilia Szperling

Su perfil se centra en explorar el ámbito privado; descubrir a través de largas charlas aquellas facetas que a menudo no se comparten. Lo ha hecho durante años en el espacio “Confesionario”, en el Centro Cultural Ricardo Rojas, donde invita a artistas a contar algo muy único de sus vidas, y hoy lo hace también en Radio UBA. Dirige el ciclo “Libro marcado” en el que escritores exploran las anotaciones que dejan grabadas en las obras que los impactaron. 
Cecilia ha publicado ”El futuro de los artistas” (relatos) y la novela “Selección natural”.

Ganador al mejor libro argentino de creación literaria: "El náufrago sin isla" de Guillermo Piro es la obra ganadora del Premio de la Crítica de la Fundación El Libro 2024