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Réquiem luminoso para Carlos Correas

Se considera que su cuento “La narración de la historia”, de 1959, es el primer relato homosexual de la literatura argentina. El autor fue enjuiciado "por obscenidad" y el escrito, prohibido. La obra Ha muerto un puto, de Gustavo Tarrío, recuerda su figura, en una puesta que puede verse en Arthaus. Por ALEJANDRA VARELA

En su escritura, en su manera de ejercer la crítica como si en el papel tuviera lugar una tarea tan despiadada como virtuosa, Carlos Correas construía personajes. En sus textos había algo teatral, propio de una lengua que se descarrilaba en la forma expositiva de la academia o el ensayo. Había un exceso en la producción intelectual del escritor y profesor de filosofía que daba cuenta de sus comienzos en la revista Contorno, de esa generación que fue joven en los años 50 y 60 y del modo en que supieron leer y encarnar el existencialismo en la Argentina.

Alguna vez dijo Eduardo Rinesi (que fue amigo de Correas en los 90, la última década de su vida) que el autor de Operación Masotta era, más que un existencialista, un personaje sartreano: "La única manera de ser sartreano en la Argentina. La otra era la de David Viñas, que quería ser Sartre”. Entonces no resulta extraño que Correas se convierta en el protagonista de un pequeño show montado por Gustavo Tarrío, una serie de escenas de music hall donde la figura de Correas es invocada.

Ha muerto un puto sucede en un lugar indefinido que podemos imaginar como un tugurio similar al que muestra la película Cabaret de Bob Fosse donde en la sordidez de la noche es posible hallar artistas fabulosos. “La Fusa con Vinicius era un lugar así”, interviene María Laura Alemán, la mujer que se ubica en el piano y que compone las canciones de la obra. Otra mujer, Vero Gerez, vestida con un traje un poco antiguo y holgado pero que delata seriedad, como si se tratara de cierta máscara, lleva a escena una reseña escrita por Correas sobre la película Eva Perón (1996), dirigida por Juan Carlos Desanzo con guion de José Pablo Feinmann, que tiene como único propósito exaltar con una dedicación obsesiva la interpretación de Esther Goris como si desarrollara el monólogo de un artista de café concert pero sin perder la elegancia y el convencimiento en lo que dice.

“Yo quería que tuviera glamour pero que no fuera una cosa explosiva”, señala Gustavo Tarrío, director y dramaturgo de Ha muerto un puto. “Sobre todo por su desenlace fatal. Debía tener algo pudoroso, como un respeto al momento de contar su historia y entonces elegimos cierta discreción espectacular”. Y agrega algunas acotaciones en relación al vestuario: “Con Paola Delgado, buscamos una elegancia de la década del 50. Él decía que no usaba polera negra pero en varias fotos vimos que sí usaba. María Pía López decía que se vestía como un empleado de banco. Tengo un video de la década del 90 que me enviaron Emiliano Jelicié y Pablo Klappenbach cuando hicieron el documental Ante la ley (2012) dónde está vestido con traje y chaleco. Es una imagen de unos dos años antes de morir y está bastante pila hablando, no se lo ve deprimido”.

Si Ha muerto un puto puede ser una biografía musical, discontinua y poética de Carlos Correas, el trazado principal surge a partir de sus textos. El autor, que nació en 1931 en Buenos Aires y fue amigo en su juventud de Juan José Sebreli y Oscar Masotta con quienes construyó un trío sartreano que funcionó como la periferia de la revista Contorno, surge como personaje a partir de sus textos mientras hace de las personas que son objeto de su crítica figuras dislocadas, sometidas al cuchillo de su mirada.

Pero la estructura de la obra no es cronológica. A las reseñas de los años noventa le sigue el episodio determinante en la vida de Carlos Correas: el escándalo judicial que provocó la publicación de su cuento "La narración de la historia".

Correas era un joven que estudiaba filosofía en la UBA en los años cincuenta y trabajaba en las oficinas de River Plate cuando le escribe la primera carta a Sebreli motivada por la lectura de un artículo suyo en la revista Sur. Es una declaración de amor de dos desconocidos. Unos días después se encuentran en la confitería Richmond y comienza un romance que terminará en amistad y en la complicidad en sus excursiones a los bajos fondos para buscar chongos, cabecitas negras que serán para ellos el mayor objeto de deseo.

Alguna vez Correas le propuso a David Viñas, la figura clave de Contorno, escribir sobre ese cabecita negra que era el sujeto social del peronismo desde una dimensión erótica y Viñas desestimó por completo esa idea. “Tanto la actitud de Viñas como el cuento 'Cabecita negra' (1962), de Germán Rozenmacher que, a mi modo de ver, es un bastante racista, demuestran que Correas estaba a años luz al plantear esa relación de amor en 'La narración de la historia'”, comenta Tarrío.

María Laura Alemán suma: “Nos resulta reparador hablar de una persona que hizo un camino parecido al nuestro. Su mirada hacia la cabecita negra va mucho más allá de la atracción sexual, creo que encontraba ahí una verdad".

El cuento relata una aventura sexual entre un joven de clase media y un chico del Conurbano. No es un relato pornográfico, pero supone un conocimiento de las rutinas de levante gay y describe con discreción una cópula de dos muchachos en un descampado de San Martín. Era la primera vez que el deseo homosexual se convertía en un asunto literario en la tradición nacional, al menos de una manera tan directa.

Ha muerto un puto no se detiene tanto en la anécdota, sino en la figura del joven moreno al incorporar en el elenco a David Gudiño, actor, performer, dramaturgo y militante de la causa marrón. Gudiño y Vero Gerez invocan a Correas como si lo interpretaran de soslayo y, al mismo tiempo, lo señalan como personaje. “Pensé en contar la historia desde nuestro punto de vista, por eso la elección del elenco. Para mí los tres son irremplazables”, explica Tarrío. “Nadie iba a personificar a Correas sino que iban a encarnar los textos con los que se sentían más cercanos. Hacer la narración de la historia de Correas según lo que le pegaba o resonaba en cada uno". En esta línea María Laura Alemán, como actriz trans, también permite referirse a la atracción y cercanía que Correas tuvo con mujeres trans en los últimos años de su vida.

El cuento publicado en el año 1959 en la revista Centro de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA se convirtió en un texto prohibido. El juez De la Riestra sometió a Correas y Jorge Lafforgue, su editor, a un juicio por obscenidad. Correas se transforma en nuestro Jean Genet. “Esto le pasa a los 28 años, que te corten la vida así es espantoso”, dice Alemán.

De la estirpe de los malditos

Correas supo ser un maldito, pero ese malditismo estaba muy lejos de un espíritu romántico o una proclama estética con una voluntad vanguardista, tampoco sacó ventaja de la prohibición y el escándalo. Un cartel en la obra señala “Ha muerto un escritor”, para referirse al silencio de veinticinco años que modificó a Correas y fue, tal vez, el inicio de su necesidad de mutar hacia cierta adaptación y abandonar la homosexualidad.

En los años 60 le pide a Bernardo Carey que esconda el manuscrito de su novela Los jóvenes para no caer en la tentación de publicarla. En 2009, Jorge Lafforgue lee fragmentos de esa novela en las Jornadas Carlos Correas que organizó Eduardo Rinesi, por entonces rector de la Universidad de General Sarmiento. Quienes estuvimos allí pudimos ver las hojas amarillas con el membrete del Club River Plate tipeadas a máquina. Un año después, la Editorial Mansalva publicaba ese texto que parece adelantarse a la escritura de Leónidas Lamborghini.

Ha muerto un puto toma hacia el final algunas secuencias y las transforma en parlamentos que provocan la risa del público. Correas es muy moderno en esa forma desfachatada que influenció prontamente a Washington Cucurto. La sexualidad, la noche en el Anchor, un bar gay espeluznante de los años sesenta donde los viejos les miraban la bragueta a los jovencitos y todo el ambiente estaba impregnado de una lascivia desesperada, surgía distorsionado por esa crítica que no se alejaba mucho de la burla.

Tarrío entiende que con el suicidio de Correas en el año 2000 muere una clase de intelectual que hacía de la invalidación del otro, del odio y la mala fe un ejercicio crítico exigente donde el mayor temor era caer en la complacencia. Rinesi, en un dossier de la revista El Ojo Mocho dedicado a Correas al cumplirse dos años de su suicidio, confesaba que era una persona difícil pero que agradecían y también extrañaban esa dificultad que propiciaba.

En Ha muerto un puto las secuencias que se refieren a la vida de Correas no están estructuradas en relación con un conflicto. Podríamos decir que el principal drama de Correas fue necesitar ir hacia la normalidad, abandonar “el yiro frenético y fanático” que, según él, le impedía “ser alguien, estudiar, trabajar”. Los intérpretes, que establecen siempre una mirada cómplice con el público, como maestros de ceremonias de un show que busca proponer alguna disputa o contradicción entre ese personaje del pasado y el presente de la escena, preguntan si hay en la sala algún homosexual integrado. Para Correas no había una forma de entender la homosexualidad fuera de la transgresión, el ocultamiento y, en gran medida, la fatalidad. Había algo degradante en ese deseo hacia otro hombre que él no atenuaba nunca en sus escritos.

“En los años de la conformación del Frente de Liberación Homosexual, donde participaban Néstor Perlongher y Sebreli, Correas estaba enclaustrado tratando de recibirse y de conseguir horas cátedra”, menciona Tarrío. “Él decía que nunca se había integrado. Para mí nunca dejó de ser puto pero él lo aplacó, lo negó. En los 80 escribe Los reportajes de Félix Chaneton y ahí vuelve a ese mundo de una forma más literal o ficcional. El hecho de ser desplazado por ser puto es algo que parece que ahora vuelve en los discursos que circulan. Está de nuevo habilitado decir peyorativamente a alguien que es puto, trans o zurdo”.

Dejar de ser homosexual y casarse con una mujer, dejar de ser un escritor maldito y adaptarse a la vida de un profesor universitario sin becas ni doctorados –Correas trabajaba en la cátedra del CBC de Tomás Abraham– no lo salvaron de ser un extranjero en todas partes. La obra señala esa soledad que, en palabras de Rinesi, “había conquistado autodestructivamente”.

Los parlamentos de los intérpretes sitúan los distintos momentos de la vida de Correas: su regreso a la escritura, la publicación de Operación Masotta (1991) con motivo de la muerte de su amigo (principal divulgador de Lacan en la Argentina) tal vez su mejor libro, la relación compleja y despiadada con Sebreli a quien caricaturizaba en una mutua señal de desprecio (Sebreli suele ver a Correas como el fracasado del trío, Correas se ufanaba de leer a Kant en alemán, mientras Sebreli se sentaba en la mesa de Mirtha Legrand como un escritor famoso).

La dramaturgia de Tarrío es, en realidad, una edición de los textos de Correas que manifiestan en escena un humor como el principal método crítico. Cuando Correas se propone mirar y escribir sobre la televisión y presenta a Mariano Grondona como su padre y a Mario Pergolini como su sobrino, para después pasar a definir a Grondona a partir de una enumeración imparable de adjetivos que pretenden cierta veracidad (abogado, docente, intelectual, pedagogo, editorialista, letrado, catedrático) que por la cantidad y acumulación derivan en una forma paródica, o cuando introduce los comentarios de su vecina que sospecha que Pergolini es travesti por el modo de mover su melena, resignifica la figura de Doña Rosa de Bernardo Neustadt en una versión incorrecta.

También hay algo chaplinesco en la puesta en escena y en la expresividad de Vero Gerez donde María Laura Alemán parece ponerle música en vivo a situaciones cinematográficas. “A mí me gusta mucho la escena de la pianista y la pantalla, será porque mi abuela tocaba el piano en muchas películas de cine mudo", menciona Tarrío.

"Creo que entre la pianista y la pantalla está la vida, pensando en los cines a donde iba a coger Correas, en el medio está todo el deseo, el amor, la tragedia por eso ubicamos al público de manera que a algunos le toca de frente y a otros de costado. No quería que la pantalla la tuvieras como la tenés siempre cuando miras el celular sino dar la posibilidad de ver todo lo que está en el medio. El ámbito es lo que pasa entre un piano, el intérprete y la pantalla. El cine acompañado por alguien que lo está opinando en vivo".

Algunas proyecciones acompañan la acción, la más determinante es la que muestra la fachada de la última casa de Correas en la calle Pasteur desde la que se arrojó por la ventana hacia un patio interno, después de cortarse las venas. La cámara realiza un traveling por las calles como si corriera y tiene algo vital ese movimiento, esa velocidad que va hacia la ciudad como si quisiera escapar o buscar una aventura.

“Creo que en su decisión del suicidio debe haber habido una angustia enorme pero también esa idea que aparece en muchos de sus textos de no querer ser un puto viejo. Creo que había en él un orgullo enorme”, reflexiona María Laura.

Correas no es un personaje en Ha muerto un puto, sino un ser que se apodera de los cuerpos para recrear su vida. Hay algo melancólico en ese estado festivo que propone la escena entre las canciones que nos acercan a ese mundo imaginario que crearon Correas, Sebreli y Masotta en su juventud. Cuando Sebreli es convocado para hablar de esa época siempre menciona que en ellos el existencialismo tenía esta dimensión encarnada. No se trataba sólo de leer a Sartre sino de copiar todo lo que hacían Sartre y Simone de Beauvoir. En la obra, los personajes parecen pedirle a la noche que no termine nunca, que no se acabe ese estado de gracia que promete porque la posibilidad de la muerte está demasiado cerca.

*Ha muerto un puto se presenta el 27 de julio, a las 20; el 28 de julio, 10 y 11 de agosto y 14 y 15 de septiembre, a las 18 y 20, en Arthaus, Bartolomé Mitre 434.

PC

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