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Sobre Rock Barrial

Por Nancy Fernández / El baldío bonaerense. Notas sobre Rock Barrial, de Juan Diego Incardona

Ya Ricardo Piglia decía que la literatura argentina se define por el lugar. Así como Pavese tenía su Piamonte (verídico) y Onetti su Santa María (inventado), nuestros autores más notorios inscriben la marca de un espacio lo cual puede rastrearse a lo largo de la tradición nacional. Desde este punto de vista podría decirse que la construcción de lugares articula zonas de emergencia o síntomas culturales donde operan las ideologías (la política, las textualidades –literatura, plástica, canción- las lecturas, los sistemas de cita y filiación).


La narrativa de Juan Diego Incardona pone el acento en el Conurbano pero Buenos Aires no está ausente. Suburbio y ciudad. Ahora se sigue abriendo otra nueva línea panorámica de la literatura argentina, la transición y el pasaje de un lado al otro. Si Borges o Tuñón eran los poetas del suburbio, esa era una marca de localización en cierto modo particular y estable si se quiere, una marca que identificaba el mito porteño o la entrada cosmopolita respectivamente. No había zonas opuestas y simultáneas que cruzaran la ciudad. El único que miraba alternativamente y al mismo tiempo el pasado y el presente en el espacio del centro (las luces nocturnas, los bares, el mundo del trabajo implicado en las redacciones periodísticas) como en las zonas periféricas (recordemos las Aguafuertes porteñas de las sillas en la vereda, las grúas abandonadas en la isla Maciel), fue Roberto Arlt. Con el nuevo libro de Incardona ahora se trata de transitar sobre las mutaciones (connotación neogótica mediante) de la llanura pampeana cuya sola mención en el anteúltimo relato, “Watt”, impone el tono irónico con la eficacia de una imagen que contrasta visiblemente sobre la visión canónica del campo argentino. Y también, irónica es la distancia que toma el narrador en primera persona acerca de los hiperbólicos asesinatos en los túneles electrificados del subte línea D. Ya en el relato de cierre, “Ohm”, la maquinaria del “arte y la ciudadanía” se desmorona ante la avalancha policial aunque sus esquirlas se diseminen entre “acantilados de ministerios y catedrales”, rearmándose para manifestarse en Plaza de Mayo. Son las columnas del Conurbano las que quedan frente a los palos y mangueras a presión cruzando la Avenida 9 de Julio, como si jugando con el título, la corriente multitudinaria entrara a circular y resistir, según las leyes del circuito y la proporción. Si hay batalla campal, el ataque armado concita la defensa y el delirio inmediato transfigurado en pasión criminal. De esta manera, el narrador, doble, en calidad de quien cuenta y quien participa, va transitando sin contradicción las pesadillas y las utopías; pero doble es también el perfil monstruoso que presenta a través del lenguaje narcotizado que describe el peligro y la violencia. La bioficción de Incardona tiene su contraparte en la inventiva y también, en la traducción de lenguajes más territorializados. En esa mirada que va de la infancia al presente, de días devastados y no tan lejanos a un futuro imaginario, con restos de pasado esparcidos sobre la incertidumbre generalizada, se instala la construcción simbólica del yo. El espacio se afirma en la calle, en el Camino de Cintura como el confín de baldías tierras argentinas, allí donde los potreros destierran la ley y la propiedad destituyendo el orden para imponer el basural. Lo que va quedando de la infancia en Villa Celina deambula por los bordes periféricos que van por la General Paz y la Ricchieri, Moreno, La Matanza, Aldo Bonzi y los bosques de Ezeiza, como si Ezeiza fuera el punto de llegada con los dedos en V o los brazos caídos.


Rock Barrial continúa la saga que construye una imagen de autor, por las operaciones culturales que arman eso que en un texto funciona como una suerte de modelo de orientación, a la hora de hablar de subjetividad. Incardona narra saberes y oficios, un arsenal de imaginación técnica que pone en práctica, como Arlt en su contexto, las estrategias de supervivencia: trabajar para vivir, vivir para narrar. En cierto sentido, si se aprende un oficio se aprende a circular con la aceptación deliberada y la conciencia social por el medio donde se comparte la propia cotidianeidad. Así cuenta y canta el primer epígrafe de Viejas Locas: el aprendizaje del obrero de vivir una felicidad calma, resignada y barrial. Entonces, el pasado se mantiene presente en la escritura (desocupación laboral, lucha sindical, marchas de protesta, resistencia en las bases grupales y afectivas). Preguntarle a Sarlo a qué se refería cuando, a propósito de Incardona, hablaba de una “estética del aguante” admite buscar respuestas en algunas de estas cuestiones. Si el barrio es el lugar identitario y colectivo que renueva a quien lo habita su función en la máquina del mundo, la violencia tampoco es ajena; por el contrario, siempre aparece ligada a la política y su ritual de fiesta combativa. Ahí el peronismo, transfigurado en comparsa y montonera (como dos de los poemas-caligramas que se incluyen en este volumen), rememora la historia de la pujanza industrial y la deflación que la misma sufre en el transcurso de los años. Son esas ceremonias las que se funden con el rock, sobre todo el nacional.


Los relatos y poemas de Incardona alternan la estética de los realismos contemporáneos con cierta experimentación en los bordes de un neogótico. Por un lado leemos la experiencia del yo que traduce en clave verosímil su experiencia del mundo; por otra parte, el narrador personaje introduce variaciones donde los fantasmas de infancia dan paso a las figuras del monstruo. Desde una poética realista o desde la ficción deliberada, el texto sigue hablando de la comunidad, indicios metonímicos donde lo nacional se inscribe como restos desprendidos de la Provincia de Buenos Aires.


El trabajo con la lengua es la estilización de la oralidad practicada entre grupos jóvenes, adolescentes y rockeros, lengua filtrada por consignas culturales donde se funden la política (con Perón) y la religión (marchas y manifestaciones donde la feligresía reinstala la mística de la Virgen Villera y de velas encendidas, de “milagros” y borracheras que terminan viendo la V de la Victoria. Aquí pareciera que se produce eso que para Roberto Espósito define la comunidad: más que bien colectivo, implica una deuda contraída. Acaso la experiencia generacional se define en la tendencia a la multitud, mientras que la masa es imagen, recuerdo e historia. No tanto porque las multitudes carezcan de contacto real y corporal, sino más bien porque marcan una bisagra entre el habla popular y la jerga privada, lo cual delimita de alguna manera, zonas y territorios. Entonces, el estado público lo asumen aquellos relatos más perfilados para las demandas sociales, para aquellas cuentas que quedaron sin saldar, donde el pretérito imperfecto funciona para seguir activando la memoria en un presente continuo.
 

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