Con 39 años de edad Juan Diego Incardona carga una mochila con historias forjadas en horas de esquina, caminatas entre mesas de bares de Palermo como vendedor ambulante o al calor de discusiones literarias y políticas en la carrera de Letras. Hijo del Conurbano porteño, es una referencia ineludible a la hora de recorrer las nuevas expresiones de la literatura argentina.
Sus últimos tres libros están atravesados básicamente por el sentido de pertenencia al territorio matancero que lo vio crecer. En Villa Celina trabajaba con lo que él denomina un combo cultural que incluye rock, peronismo, fútbol, el mundo del trabajo y el mundo de la religiosidad. En El campito continúa la línea del peronismo en clave fantástica, y en Rock barrial la música de las esquinas se combina con las persianas bajas de las fábricas abandonadas. Así pinta un panorama de aquellos años no tan felices.
El quinto capítulo de Rock barrial es el que le da nombre a su último libro. Cuenta un fragmento del trajinar, durante los días finales de 1995, de El Chapa, el guitarrista más virtuoso que sonó al sudeste de la avenida General Paz. "Tiene un pacto con el diablo", aventuraban algunos, pero Chapa prefería atribuir el don a la cerveza que cargaba en la cantimplora. Un brebaje hecho por su papá, Roberto, otro obrero metalúrgico desocupado.
El cuento describe un festival de bandas en Aldo Bonzi al que llegó el mismísimo Pappo, el Carpo, para conocer a Chapa. Hablaron durante horas, zaparon otro tanto y más tarde, cuando el escenario se vino literalmente abajo, el guitarrista matancero resurgió de entre los fierros retorcidos sin dejar de hacer lo suyo. Al relato, fantástico o no, Incardona le da un contexto que sirve de marco para el resto del libro: "Cuando cerraron las fábricas y los oficiales torneros se suicidaron en masa, los hijos, tirados abajo del sol fumando una vela, dos velas, tres velas, nos recluimos en las esquinas para tocar nuestras primeras canciones...", dice en los primeros renglones del capítulo.
–¿Cómo se dio esa unión entre el mundo del rock y la crisis económica y social?
–En la década de 1990, cuando las instituciones se iban retirando y se enrejaban, quedó la esquina y los pibes, en lugar de militar, armaron una banda de rock. Todo ese movimiento también tuvo un costado político inorgánico porque después muchos de esos chicos fueron los que en 2001 terminaron peleando con la policía.
–La constancia de temas como la desocupación o la destrucción del Estado en tus libros ¿te ponen en un lugar de escritor militante?
–Yo creo en el arte militante, en una literatura que se compromete con acciones populares en beneficio de todos. Me parece que la literatura últimamente se achicó mucho, se convirtió en algo para una elite. Me preocupo por hacer algo que pueda ser leído por un público más amplio y por suerte me está pasando. Es casi milagroso, me cruzo con adolescentes fanáticos de Viejas Locas que leen mis cuentos de Villa Celina, o con pibes de una unidad básica que recomiendan El Campito, que es un libro que circuló mucho en la militancia.
–¿De qué otra forma se expresa esa vocación?
–Vivimos en una época militante de la literatura, que tiene mucho que ver con la autogestión y que es un fenómeno posterior a 2001. Muchos militan la literatura con las editoriales independientes. Le ponen el cuerpo de una manera diferente al libro porque lo escriben, lo encuadernan, lo cosen, lo ilustran. Se edita en fábricas recuperadas o en una editorial cartonera. Es otro modo de involucrarse que está bueno.
–¿Y en el plano de las ideas?
–Esta es una una década más política que la anterior y eso se ve en el arte. Hay discusión política en Internet, en las charlas, en las conferencias, y los escritores también discuten temas de actualidad. Eso es muy saludable, porque pensar en el arte por el arte mismo a mí no me convence. El arte y la literatura son parte de la sociedad, se alimentan de ese imaginario, de esa época y al mismo tiempo van dejando documentos subjetivos que moldean ese imaginario.
El fin y los géneros
"Industria Nacional" es el capítulo 11 de Rock barrial. En 16 versos describe el momento en que un tornero pierde la mano en un accidente de trabajo. Otro poema, "Peones de la cuenca", describe un paisaje en el que predominan la basura y los animales raquíticos.
–En el libro hay una temática que uniforma. ¿Por qué elegiste usar diferentes géneros literarios para abordarla?
–Hay un universo que fue creciendo y que se va continuando libro a libro. Creo que no me estoy repitiendo, por eso le entro a ese universo desde distintos lugares. A veces soy realista, otras fantástico, vuelvo a la poesía o a la novela corta, onírica o experimental. Hay distintas pulsiones a la hora de escribir. Una es más narrativa, más coloquial. Yo tengo imaginación para la acción, mis relatos son más que nada de acción sin tanta reflexión. Después hay una pulsión más musical, que está marcada en las jergas que uso, mezclado con la oralidad.
–¿Los relatos en primera persona o la presencia de Juan Diego en el libro te convierten en un personaje más?
–Yo venía de escribir relatos en tercera persona, ambientados en otras épocas, en lugares remotos, desde un universo más borgeano del que ahora reniego. Era una fase de entrenamiento, de imitación. A partir de lo autobiográfico, en Objetos maravillosos y Villa Celina, por una cuestión de verosimilitud, fue quedando el narrador Juan Diego. Creo que en los últimos libros lo autobiográfico está muy contaminado por la imaginación.
La calle y las letras
Leer en voz alta textos propios o de otros autores ya no es una novedad para Juan Diego Incardona. En la madrugada del 24 de marzo último llegó con un megáfono a la esquina de San Juan y Entre Ríos, el lugar donde 33 años antes Rodolfo Walsh había sido baleado y secuestrado por un grupo de tareas de la Esma. Cerca de las dos de la mañana leyó la Carta Abierta de un escritor a la junta militar para un centenar de transeúntes.
A esa experiencia se agrega la presencia en el Bibliomóvil de la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (Conabip), que recorre el país difundiendo la lectura. "Me encanta hacerlo porque relacionarse con la gente directamente o leer en lugares inesperados es una expresión social de la literatura. En noviembre leí en una estación ferroviaria antigua de Sierra de la Ventana y hace poco en un club de Capitán Sarmiento. Se había juntado todo el pueblo para escuchar entre las canchas de bochas".
Incardona tiene a su cargo el área de letras del Espacio Cultural Nuestros Hijos (Ecunhi), que la Asociación Madres de Plaza de Mayo instaló en parte del predio donde funcionó la Esma. Allí da talleres literarios en los que prima el trabajo social. "Tenemos actividades a los que vienen chicos de barrios y jubilados", relata. "Ahora estamos terminando un libro que hicimos con los abuelos del PAMI, ellos lo escribieron, lo ilustraron y en el verano va a estar editado".
–¿Estas experiencias contribuyen a que surjan escritores de cualquier ámbito?
–Para mí la carrera de Letras fue muy importante pero los escritores pueden salir de cualquier lado. Yo salí de un barrio. A veces hay cuestiones, casi naturales, que tienen que ver con la imaginación, la observación o la vocación pero cualquiera que sepa leer y escribir puede hacer literatura.