A Rock barrial lo tengo afuera de la biblioteca, “a mano”, para abrirlo en cualquier parte y quedarme con el sabor de una frase o imagen en la cabeza. Anda cerca de los CDs, quizás por la música que tiene el libro. Es difícil ser objetivo cuando un libro me gusta tanto, como en este caso, porque los cuentos están llenos de luz, plagados personajes que juegan, se divierten, crecen, exploran, y, sobre todo, están juntos. El tono de los recuerdos no esconden la melancolía que los podría asfixiar, sino que se dejan saborean como a una fruta madura, lista para ser comida. En Rock barrial la política se encuentra en un segundo plano (imposible no encontrarla al menos que se trate de un libro malo) y es en ese encuadre en el que es posible acercarse a ella, ya que está lejos de los discursos aburridos, no creíbles, vacíos, tediosos, corruptos, etc. Acá la política es parte de la infancia, está en la música, en la plaza, en la maleza de la cancha que no les permite a los personajes patear con fuerzala pelota. Las cosas simples y la música de un pasado oscuro se asoman como nubarrones: la falta de trabajo, de amor o perspectivas. Afortunadamente, estos temas son narrados con una prosa ágil.
Por estar lleno de poesía e imágenes que hacen único al libro, a Juan Diego Incardona se lo podría comparar (sólo por la manía que tenemos de buscar semejanzas y diferencias para formarnos una idea de alguien) con Mariana Enríquez y Ariel Bermani (ellos son del sur), y con Mariano Blatt, Miguel Abuelo y Divididos (del oeste), por la interacción de poesía y narración para hablar de lo contemporáneo y contestatario desde un lugar vivencial, como un Mario Levrero, o yendo más lejos, Mark Twain.
Desde el título, el rock es la música que sobrevuela por los relatos, como mosquitos que lo acompañan a la tarde. Yen eso termina convirtiéndose el libro: en una compañía, un amigo que habla, juega y goza del solcito de la tarde en nuestras manos. Juan Diegocuenta que el libro fue escrito en diferentes tiempos: comenzó por la segunda parte “Tomacorriente” (que antes se llamaba “Todo Ampere”) y dice que mantuvo el estilo y que sólo cambió el nombre de los personajes: “Con respecto a la primera parte, son cuentos y poemas que seguí escribiendo después de la publicación de Villa Celina durante los dos últimos años y este libro continúa esa línea”.
Al leerlo, da la sensación de que todos o casi todos pasamos por los mismos lugares y momentos que el autor. Es en esa identificación con el barrio, la música, la infancia y los recuerdos de libertad (y búsqueda) que podemos hablar del pasado y la noche, pero desde el día. Y es ese tono de rock nacional, y no de melancolía, el que trae el tango, lo que me lleva a preguntarle si fue escrito en el barrio o fuera de él: “Todo este mundo de Villa Celina lo escribí viviendo a la distancia del barrio, aunque mi familia vive allá y voy constantemente. La distancia es espacial y temporal. Eso, creo, te da perspectiva a la hora de escribir autobiográficamente”. Su respuesta me hace pensar en el equilibrio emocional en sus cuentos entre la poesía y la narrativa, entre los sentimientos y los hechos. Llego a la conclusión de que están en la medida justa, como una receta de cocina bien llevada, sin excesos ni omisiones.
Escrito en un lenguaje claro, limpio y luminoso, Incardona no nos sumerge, sino que saca a la superficie cosas que están a la vista de todos, pero que pocos escritores hacen, ya que todavía siguen relamiéndose en el dolor, la soledad, la muerte, las enfermedades, la angustia y lo oscuro de la vida como algo romántico y de valor para ser apreciado. Es en el campito de juego (en la superficie) y en la tarde (al aire libre) donde el protagonista se dedica a mirar las hormigas con la visión del chico que fue, y con el que aún convive, hasta que él se convierte en el insecto. Lejos de Kafka y cerca de Spinetta o Los Abuelos de la nada, hace música con las historias y con lo que hay entre palabra y palabra, que no es precisamente silencio, sino una historia paralela que parece haber sido escrita en letras invisibles para ser cantada. Sin pretensiones ni rebuscados juegos de palabras, el libro está lleno de poesía y recuerdos vívidos.
De sus próximos proyectos dice el autor: “Estoy escribiendo una novela que tendría que salir este año. Se llama Las estrellas federales, y es una ucronía, una novela futurista y apocalíptica en los ‘90, con mutantes, tormentas de acido sulfúrico, etc. Sería el fin de la saga matancera. Este libro se parece más a El campito, por su componente de fantasía”. Me siento en la tarde, con el libro en la mano, a esperar. Me quedo dormido y sueño que juego un partido de fútbol. Estoy adentro del primer cuento.