interZona

Rock barrial

Cuando cerraron las fábricas y los oficiales torneros se suicidaron en masa, los hijos, tirados abajo del sol fumando una vela, dos velas, tres velas, nos recluimos en las esquinas para tocar nuestras primeras canciones, acompañados por guitarras criollas y armónicas Blues Harps fabricadas en Alemania, horas y horas con el dale que dale al Mi mayor, al La séptima, al Si séptima, hasta que nadie quiso escuchar otra cosa que no fuera rock, porque chicas y chicos querían rock, así que nosotros les dimos el gusto con bases de doce compases y entonces las letras se entrecortaron, hablando un poco de amor, un poco de pueblo, un poco de droga, un poco de alcohol.

–Es esta cerveza, loco –dijo Chapa, explicando su habilidad con la guitarra–. Cuando la chupo, siento que los dedos se me salen de las manos.

–¿Qué marca es? –le preguntamos, porque la tomaba de una cantimplora.

–No tiene marca. Esta birra la fabrica mi viejo, el Roberto, en el fondo de mi casa.

Roberto era un obrero metalúrgico desocupado que ahora hacía cualquier changa y después se distraía, matando el tiempo. Según Chapa, últimamente se le había dado por fabricar cerveza, usando un lúpulo especial que le compraba a un boliviano que conoció en el Mercado Central.

–El Roberto dice que se aprendió la receta de la cerveza paceña, que es más secreta que la fórmula de la Coca-Cola.

–La Coca-Cola es el mayor secreto del mundo –le discutió Santiago, del edificio 1–. Sólo la saben dos personas y no pueden viajar en el mismo avión.

Algunos se rieron, otros se asombraron, pero nada de lo que pudieran decir podía opacar al Chapa, que, indiferente, no contestó, y se puso a tocar. Entonces hasta los pajaritos cerraban el pico. Era un pibe de diecinueve años, con la misma facha que el resto, pelo largo, jardinero y pañuelito anudado al cuello. Las bandas de Celina, Madero y Piedrabuena se lo disputaban, pero él no quería entrar en ningún grupo, decía que era independiente. Para nosotros, Chapa era el mejor violero del mundo. Hacía escalas pentatónicas a la velocidad de la luz.

Esa noche nos quedamos zapando. Fuimos a la Ricchieri y bajamos los dos solos hasta la mitad de la loma. Yo siempre había tocado por acordes y no sabía puntear casi nada, así que le pregunté si me enseñaba algunos yeites. Pensé que me iba a decir que no, porque la mayoría de los pibes eran muy celosos de sus trucos y escondían las técnicas como si valieran oro, pero Chapa, sin hacerse problema, empezó a mostrarme dibujos por el diapasón, uno, diez, veinte dibujos. Como pude, le fui imitando algunos punteos, despacio. Con el correr de los días me olvidé la mayor parte, pero en ese momento, dentro de todo, sonaba y un poco le hacía la segunda. En la autopista, los camiones de hacienda estaban estacionados en las banquinas, haciendo la cola para entrar al Mercado de Liniers cuando llegara la madrugada. Varios choferes se asomaron de las cabinas. Chapa se dio cuenta y tocó más fuerte, metiéndole adornos y estiramientos. Las vacas, confundidas con las vibraciones de la quinta y de la sexta, empezaron a mugir. Los sonidos animales hicieron eco en las construcciones laberínticas de las torres y la zona retumbó. Era una noche hermosa, sonando como el infierno. Dejé de tocar y me quedé mirando al Chapa, atraído por su talento y su cara de loco, exagerada en sus rasgos por las luces azuladas de los faroles de la avenida. Después le pegué un par de sorbos a su cantimplora. La cerveza ya estaba caliente y quizá por eso no me gustó. Agarré de nuevo la viola, supersticioso, a ver si la birra me causaba algún efecto, pero, tal vez porque no estaba acostumbrado, o por mi poca fe, noté que la mano, más que soltarse, se ponía rígida. Levanté la cabeza. Enfrente edificaban un nuevo barrio de monoblocks, al lado de la 2 de Abril y la Villa Lucero. Por el este, el cielo empezaba a aclararse. Moría el año 1995 y era la semana entre Navidad y Año Nuevo.

En pocos días, más precisamente el 1º de enero, el Rotary Club de Aldo Bonzi organizaría un Festival de Rock en la Plaza Martín Fierro. Arrancaría tipo cuatro de la tarde y seguiría hasta la noche. Tocarían casi todas las bandas del sudoeste: Baff, Pocas Nueces, Viejo Smoking, La Guirnalda de Afrodita, Río Verde, Villanos, Viejas Locas, etc., además de solistas y músicos individuales, entre ellos Chapa, que se presentaría por primera vez en público.

Cada mañana, paredes y puertas amanecieron empapeladas con afiches de las bandas. Los vecinos los despegaban y después rasqueteaban los engrudos, pero al otro día la pegatina volvía a aparecer. De a poco entregaron las fachadas de sus casas. Fue lo primero que tomamos de las propiedades de nuestros padres. Pronto escribiríamos en ellas con pintura en aerosol y entonces los muros bicolores se convertirían en murales atigrados de símbolos, declaraciones y graffitis. Pero la propaganda no acabó allí. Cuadrillas organizadas o espontáneas comenzaron a cruzar las fronteras al otro lado de la General Paz y, en poco tiempo, la música de nuestras veredas se exportó a la Capital. Cada uno llevaba en su mochila un aerosol para pintar paredes y baños, volantes para repartir a cualquiera, calcomanías para pegar en los subtes, trenes y colectivos. No quedaría coche sin la marca de las bandas, sobre todo de una que, en sus años de gestación, convirtió a cada pibe del Barrio Piedrabuena en un militante. Cuando te acercabas a la parada y tocabas el timbre, podías leer sobre la fórmica: “Viejas Locas. Rock and Roll”.

En uno de aquellos colectivos viajamos a Aldo Bonzi, el 1º de enero. En la esquina de José Alicó y Lino Lagos nos bajamos todos los pasajeros del 91 y caminamos las tres o cuatro cuadras hasta la plaza. Era temprano, pero ya había gente, banditas de adolescentes y jóvenes que, por acá y por allá, comían sandwiches, escabiaban y fumaban, esperando que empezara el festival, a la sombra de los árboles. Acompañé a Chapa hasta detrás del escenario, para que diera el presente a los organizadores. Una chica lo buscó en la lista y le dijo que tocaba en sexto lugar, después de Baff y antes de Pocas Nueces.

–¿Cuántos micrófonos necesitás? –le preguntó.

–Uno solo, para la guitarra.

–Pero, ¿no vas a cantar? –se metió otro muchacho.

–Yo no canto, yo toco –contestó Chapa, cerrando el tema.

Los dos organizadores se miraron, poniendo caras. Un tercero se les acercó y les dijo algo al oído. Después lo saludó a Chapa.

–Bueno –dijo la chica–, quedate cerca.

Nos sentamos por ahí. De pronto, alguien nos encaró.

–Pibes –dijo con voz gruesa.

Levantamos la vista. Primero le vimos las botas tejanas y los pantalones de cuero bien apretados, después la campera negra llena de tachas y finalmente la cara. Nos sobresaltamos y nos pusimos de pie. La flamante Fender de Chapa cayó de punta en el pasto.

–Ja –se rió el visitante–, ni que hubieran visto un fantasma.

No la podíamos creer. Frente a nosotros, solo, cruzado de brazos, una figura inconfundible que sólo habíamos visto por televisión, insistía en dirigirnos la palabra. Era Pappo en persona.

Estábamos mudos. Alrededor, otra gente empezó a acercarse y se corrió la bola, y aunque nadie osaba dirigirle la palabra; entre ellos murmuraban que el Carpo, el mismísimo Carpo, había venido a Aldo Bonzi.

–¿Cuál de ustedes dos es el Chapa?

–El –dije yo.

–Yo –dijo él.

Se fueron a un rincón y se quedaron ahí durante horas. Yo me moría de curiosidad por saber de qué estaban hablando, y de qué manera Pappo se había enterado de la existencia de Chapa, pero me mantuve a distancia, sabiendo que ése era mi lugar. Mientras ellos charlaban, el festival empezaba a todo trapo con Minnesota arriba del escenario, un trío de Villa Celina que la rompía, con un guitarrista y un batero excelentes y un bajista que parecía tener los dedos de goma, de tanto que los alargaba.

Con el correr de la tarde, fueron desfilando solistas y bandas. A las seis, la plaza ya se había llenado. Una chica de Villa Madero bluseó canciones de Janis Joplin y de los Doors; Río Verde hizo bailar a todo el mundo con sus covers de Creedence; una banda nueva, de pibes medio rockeros, medio punks, medio pops, trajo adelante a sus fans. Los demás los miraban de arriba a abajo, pero no hubo problemas. Una veintena de crestas se enredó en el pogo al grito de Villanos.

Cuando subió Baff, ya los había perdido de vista tanto a Chapa como a Pappo. Alrededor era un mundo de gente, banderas y humo. El cielo había cambiado de color y pronto se haría de noche. Miles de caras se desfiguraban por momentos, amasadas por la misma multitud en la que estaban metidos, y después se figuraban de nuevo, una por una, al cantar, con distintos gestos, las canciones locales que todos conocíamos, por zapadas o por demos.

Las dieciocho ruedas de Juan

se conocen en todo lugar,

recorrieron todo el país

desde Ushuaia hasta San Luis.

Con la primera oscuridad, llegó el momento de Chapa. Busqué a mis amigos de Celina y me junté con ellos para alentarlo. El presentador lo llamó y él apareció enseguida, cabizbajo, tímido. En una mano traía la guitarra y en la otra, la cantimplora. Le pegó un sorbo, se sentó y sin demasiado preámbulo se puso a tocar. En un par de minutos se le fue toda la vergüenza. Como si estuviera solo, o apenas acompañado por sus tres o cuatro amigos más cercanos, tirado en la esquina de Giribone y Barros Pasos, o en Unanué y Mariquita Thompson, otra vez Chapa borraba el mundo que lo rodeaba y levantaba vuelo, despegando por la pista del diapasón hasta pentagramas espaciales que sólo él podía ver, para tocar estrellas bemoles y planetas sostenidos, arrastrar la cejilla como si fuera un slash por la Vía Láctea.

El público entró en un remolino. Silencios sepulcrales oscilaban con gemidos sexuales de la masa. A lo lejos, el viento en los árboles, los grillos en el pasto, los perros en las calles de tierra, respondían los estímulos de ese único ser arriba del escenario, y entonces el solo del violero se transformó en una orquesta. Miré a la gente. A pocos metros lo descubrí al Roberto junto a la madre de Chapa. Se reían y bebían ambos, como su hijo, de una cantimplora. Cerca de ellos apareció Pappo, serio, sin sacar los ojos del escenario. Lo rodeaban los músicos de Viejas Locas en pleno, que esa noche cerrarían el concierto. Al lado mío, una chica de Celina, pasada de vino y de droga, empezó a decir cualquier cosa. Tratamos de calmarla entre varios, pero ella se tiró al piso y empezó a sacudirse.

–¡Hizo un pacto! –gritaba llorando–. El Chapa –me miró fijo a los ojos– hizo un pacto con el Demonio.

Nos cagamos de risa. La ayudamos a que se levantara y le lavamos la cara con el agua de una botella. Santiago, del edificio 1, la convenció de que se fuera un rato de ahí y la acompañó hasta la calle, adonde se acababa el gentío, para que tomara aire. Fui siguiendo sus trayectos hasta que los perdí de vista. Me di vuelta para mirar de nuevo a Chapa y apenas lo hice un ruido agudo primero y un estruendo después sacudieron la plaza.

Varios de los que estaban adelante se tiraron al suelo. Lo primero que pensé es que había sido una bomba de estruendo casera, porque los pibes de Piedrabuena que seguían a Viejas Locas siempre se armaban alguna, pero cuando la polvareda empezó a disiparse, supe que había sido otra cosa: el escenario, con Chapa incluido, se había venido abajo.

Al principio nos quedamos duros y así seguimos un rato, hasta que nos cayó la ficha. Entonces algunos gritaron; otros, entre los que estaba yo, corrimos al escenario para socorrer a Chapa. Me abrí paso. Al llegar, sólo vi tablones rotos y fierros retorcidos. Traté de meterme en el enjambre, cuando, de pronto, entre el bullicio que progresivamente empezó a apagarse, escuché la nota de una guitarra, un Do mayor rasgueado que amplificaron los parlantes que, pese al derrumbe, aún seguían conectados. Al rato sonó un Si, un Re, un Mi, y el resto de la escala musical. Corrí una madera, un fierro, unos cables, y me lo encontré a Chapa recostado entre los escombros. No tenía un solo rasguño. Me miró sonriendo. Enseguida llegaron los padres, los organizadores, los músicos. Chapa agarró el micrófono y, poniéndose de pie, dijo, tranquilizando a todos:

–Rock and roll.

La gente estalló de júbilo. Chapa, entre las ruinas, empezó a puntear de nuevo esas melodías que nadie sabía de dónde sacaba y que parecían hablar, a veces en castellano, a veces en otros idiomas, como si la suya fuera una viola caída de la Torre de Babel.

Tarde o temprano terminó de tocar, sobre el pasto, en medio de una ronda fraternal a la que había hipnotizado como el fuego cuando lo ves, de noche, llameando colores a cielo abierto. Después, delante del escenario caído, montaron sus equipos sobre el piso el resto de las bandas y con todas enloquecimos, hasta que finalmente cerró Viejas Locas, con Pappo de invitado en un par de temas.

El hombre suburbano

sigue su rutina

sin darse cuenta que

su vida terminará.

Un nuevo año había empezado en el sudoeste y, entre cementerios de fábricas y talleres, aleteamos como pollos viejas danzas indígenas a la par de aquellos blues y rocanroles, cada uno con el flequillo cortado y el pañuelito volando, contor- neando las caderas y moviendo frenéticos las cabezas, para pedir vaya a saberse qué, tal vez lluvia, o sol, o nada en especial, sólo patear tornillos al espejo, junto al cordón de la vereda, donde corría la zanja mágica que surcaba nuestros barrios, hecha de agua residual y aceite tornasolado en cien colores.

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