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Un libro sobre el rock barrial… y mucho más

El nuevo libro de cuentos de Juan Diego Incardona es una puesta en escena de un país –simbolizado en el conurbano bonaerense– que se descompone bajo los embates catastróficos de la pérdida del trabajo, desde los años ’80 hasta la crisis de 2001.

El mito del origen, materia prima con mucha levadura para amasar ficciones, tiene un filo encantador. Un adolescente de 13 años del sudoeste del conurbano bonaerense, que patea tímidamente las calles de Villa Celina, presencia un ritual fascinante. No entiende los códigos de esos muchachos más grandes, “la famosa negrada de la Pastoral Villera” liderada por el padre Fernando, a quien llaman “el Racu”. El curita que espanta a las “doñas Rosas” de Celina con su pinta de joven de pelo largo zaparrastroso agita a una veintena de personas en el patio de una parroquia. Por su garganta avanzan, eufóricas, las primeras estrofas de un himno: “Loooos muchachoooos peroniiiistaaaaas…”. La letra se reproduce a todo volumen, de boca en boca. Los brazos se levantan. Las manos, también. Los dedos infantiles de ese adolescente, perdidos en el medio de aquel pogo, hicieron la V por primera vez. “La noche, con todo su peso, se nos caía encima y nos retenía, grabándonos las infancias y juventudes en las baldosas. En el silencio, rock nacional, canciones religiosas y marchas políticas se mezclaban en los ecos mentales de cada uno, modificando la respiración y el movimiento muscular”, recuerda el narrador de “Viva Perón”, uno de los cuentos de Rock barrial, de Juan Diego Incardona.

De la época de la “pobreza feliz”, la infancia allá por los años ’80, al humo violento de diciembre de 2001, el nuevo libro de Incardona es una puesta en escena de un país que se descompone bajo los embates catastróficos de la pérdida del trabajo. Mientras los padres, desocupados, regresan al hogar, los hijos copan las esquinas del barrio, espacios íntimos-públicos que serán la cuna de un modo de socialización a través del rock barrial, etiqueta tan menospreciada como sujeta a equívocos de diverso pelaje. Ahora, como si efectuaran un golpe de dados fallido, los ojos de Incardona intentan esquivar los residuos de una “mala noche”. Perdió las llaves de su casa. Nada más patético que quedarse “encerrado” afuera, en la puerta de un edificio. Intentó dormir en la calle, como en los viejos tiempos de mochilero. La misión fracasó: ya se olvidó de esas travesías a la intemperie, donde cualquier rincón o techo provisorio era un buen refugio para cerrar los ojos. Tarde en la madrugada pero seguro, una amiga hospitalaria le ofreció una cama en el cuarto de su hijo. Entre juguetes y peluches, pudo engañar al cuerpo por unas horas. El sol impertinente del mediodía, en una esquina de Palermo, acentúa los surcos de unas ojeras que se expanden al compás de bostezos reprimidos.

“No respondo a lo que se espera de un escritor”, dice Incardona a Página/12 en un tono marcado por la resignación. “De un tiempo a esta parte, la literatura se fue conectando con otras expresiones, tanto artísticas como sociales, que la sacó un poco de ese gueto frío, oscuro, de biblioteca. La literatura sirve para comprender otras cuestiones; de hecho muchos textos literarios, como me pasó con Villa Celina, se leen en los colegios o en las facultades, en carreras que no son necesariamente de Letras. Pero hay un circuito que es más institucional, que se va actualizando quizás en su apariencia, que parece más ‘moderno’, pero que sigue siendo muy conservador y que espera de sus asistentes determinados comportamientos y estereotipos: participar en conferencias, charlas, festivales…”

Hijo de un tornero italiano y una maestra argentina, Juan Diego cuenta que es visto como un escritor “medio exótico”. Acopia estigmas casi en una misma ruta: “barrialista”, “neoperonista”, “chabón” o “rolinga”. “A veces esas etiquetas pueden sacarme una sonrisa, resultarme algo simpático –admite–. Pero también despierta un prejuicio que es suficiente para que alguien se forme una opinión sin haber leído mis textos, que yo considero que están muy trabajados desde la literatura y la tradición.” A pesar de esa mochila de suspicacias “populistas”, asegura que disfruta de estar al margen de ese circuito “institucional”: “Prefiero ser protagonista del circuito que a mí me interesa y tener los lectores que buscaba por fuera de la literatura. Villa Celina y El campito fueron muy leídos en los colegios y en los barrios aledaños a Celina. Me gratifica un montón que un pibe de 16 o 17 años lea mis libros y después haga una ilustración, una historieta, o trabajos prácticos con los profesores”.

“La obra de un escritor va decantando cuando se sostiene en el tiempo –plantea Incardona–. La cuestión es poder producir un universo personal que no sea un quiosquito. Hay que diversificarse y transformarse. El genoma de mi universo es una toponimia, una geografía; empieza por algo biográfico, pero a partir de los géneros y de argumentos distintos fui encontrando la vuelta para no repetirme. Hasta mi próxima novela, Las estrellas federales, esto va a seguir como una saga. Quizá después pegue una vuelta de tuerca completa. No sé si completa, pero por lo menos con el territorio. Tengo muchos intereses que podrían ser materializados ficcionalmente por fuera de una cartografía, y que tienen que ver con temas ligados al trabajo, a los lenguajes no literarios y a la cultura popular.”

–Más allá de que Rock barrial es el título de unos de los relatos, ¿se propone tomar esa etiqueta que le pusieron, digerirla, procesarla y devolverla de otra manera?

–Exacto. No tengo ningún problema con que me llamen “escritor barrialista”, pero, ¿qué significa ser barrialista? Si barrialista significa ser costumbrista, no soy barrialista. ¿Dónde Villa Celina o El campito son costumbristas? Son relatos de acción que rompen con lo cotidiano; siempre hay un acontecimiento que por momentos es fantástico. Pero si barrialista es trabajar con un lugar, soy barrialista. A mí el barrio me sirve para contar historias mayores. Dudé mucho acerca del título del libro porque “rock barrial” es una palabra mal vista. El rock barrial es el paria del rock argentino. Los músicos del rock argentino desprecian al rock barrial. No ven nada bueno: las letras son todas malas, la música es cuadrada, todo es berreta. Pero quizá por haber vivido en esos barrios del conurbano, en el momento en que se gestó esa movida, se me ocurrió armar un libro donde pudiera cruzar el mundo del rolinga con el mundo obrero. El rolinga como el hijo del desocupado de los ’90, que sale de la escuela industrial y le cuesta conseguir trabajo. En un momento en que se cerraron las instituciones y se marginalizó mucho el conurbano, la esquina se transformó en el lugar de pertenencia donde se gestaron las bandas. Evidentemente, el rock barrial es mucho más que las canciones.

Un llamado interrumpe la musiquita mental de Juan Diego. Alguien le avisa que encontró unas llaves en uno de los escritorios del Espacio Cultural Nuestros Hijos, donde Incardona coordina el área de Letras. Esta noche, finalmente, dormirá en su casa. Después de la buena noticia, regresa al punto de partida del libro: “Hay un mundo de la infancia donde el padre se va a trabajar, pero antes entra a la pieza para mirar si sus hijos están bien. Aparece la protección del padre frente a los hijos que tienen miedo en una época oscura, a fines de la dictadura y principios de la democracia. Pero después los relatos saltan hacia los ’90, cuando el padre pierde el trabajo y se suicida. Es como si Rock barrial fuera mostrando toda esa secuencia: de los hijos protegidos por los padres a los hijos tirados en las esquinas, con los padres ahorcados en los árboles; una metáfora llevada al extremo, pero que está tomada de acontecimientos reales, porque en Villa Celina hubo muchos suicidios. Me puse un tanto oscuro, ¿no?”, pregunta.

–Sí.

–Mucha gente se deprimió y mi viejo se quedó sin laburo. Había que bancar esa situación…

Cuando un recuerdo traspasa el umbral de la angustia, se impone el silencio. Esa herida de la primera juventud no deja de sangrar. Pero de las instantáneas de ese pasado surgen también momentos luminosos, intensos. “El rock barrial es una vertiente de clase obrera del rock argentino, que es más de clase media”, subraya Incardona. “Me parecía interesante iluminar ese costado del rock más popular, surgido en el conurbano bonaerense más que en la Capital. Viejas Locas, Villanos y Pocas Nueces, y muchas bandas más, se juntaban y tocaban arriba de camiones, en las calles, tanto en Celina como en Piedrabuena. Me acuerdo de que esos recitales eran zapadas geniales. En todas las esquinas había pibes; de pronto en una había como unos 50. Y no exagero. Había un clima muy lindo esas primaveras en las que estaban todos los chicos con sus pañuelitos y sus flequillos, en el principio de esas tribus urbanas.”

–Un poco antes de ese principio, hay peronismo y parroquia, como en el relato “Viva Perón”; una combinación extraña para quienes no son del conurbano, ¿no?

–La primera vez que canté la Marcha peronista, la canté en el patio de una parroquia. Suena paradójico cantar la Marcha peronista dentro de una iglesia, cuando la Iglesia ha sido históricamente contraria al peronismo y ha estado ligada a los sectores más conservadores. Pero una parroquia en un barrio es otra cosa. Recuerdo a los curas cantando la Marcha peronista, haciendo la V. Me acuerdo del padre Fernando, el “Racu” le decían; era un pibe más de la esquina, con pelo largo, que chupaba birra todo el día. Y estaba con los pibes de la pastoral villera, que cuando entraban a la parroquia, las “doñas Rosas” de Villa Celina salían espantadas. Esa combinación de peronismo, rock y parroquia fue el cóctel de nuestra adolescencia matancera. El peronismo se vive diariamente hasta cierto momento de la adolescencia; después, tanto la parroquia como las demás instituciones pierden mucha gente y es entonces cuando las esquinas comienzan a crecer. Pero hasta cierto momento del relato “Viva Perón”, el patio de la parroquia está funcionando como lo que sería la esquina. Muchos de los pibes de las bandas de rock barrial aprendieron a tocar la guitarra en el patio de una parroquia. El rock y el peronismo son cosas que heredamos de una generación anterior, más ligada a los ’70, por más que se diga que los militantes no escuchaban tanto rock. Y esto continúa hasta hoy porque nosotros tomamos la posta de esa liturgia rockero-peronista. Quizá la moda o el aspecto se fueron modificando; en un momento se usaron el pañuelito, el jardinero, los Kickers. Porque al principio no éramos rolingas: éramos stones; teníamos Kickers, pañuelitos, raya al medio y pelo bien largo. Después apareció el flequillo y las Topper. El pañuelito fue quedando como una marca; ese pañuelito que no te sacabas nunca y empezaba a tener olor a podrido (risas).

–En “Tomacorriente”, la segunda parte de Rock barrial, hay un trabajo muy fuerte con la sintaxis y el lenguaje al estilo del relato “El túnel de los nazis” de Villa Celina. ¿Cómo explica ese interés por mezclar el lenguaje industrial con la jerga del rock?

–Es parte de mi búsqueda poética trabajar permanentemente con materiales que son ajenos a la literatura. El trabajo con el lenguaje está siempre, pero a veces no es tan musical sino que está más en función de contar con sencillez una historia. A veces el material está en las palabras. En “Tomacorriente” prevalece la voluntad de sonar, de buscar un ritmo, más allá de lo que estoy contando. Aunque lo que cuente importa, porque hay una hipótesis, sin ninguna pretensión de rigurosidad, de ligar el rock barrial con la crisis de 2001. En gran medida, el 2001 también lo hicieron los pibes de las esquinas.

–Uno de los cuentos, “La nena que levantaba el viento”, explora en clave “fantástica” la discriminación que sufre una nena boliviana, un tema que estalló con las tomas de terrenos en Soldati y Lugano.

–Es tremendo todo lo que se dijo. Más allá de las maniobras de de-sestabilización, el gobierno porteño, con una total falta de responsabilidad, relacionó las tomas con la inmigración, potenciando una xenofobia que viene aumentando hace mucho tiempo en esa zona porque, en Celina, Lugano, Soldati y barrios aledaños, la colectividad boliviana fue creciendo. Las familias que ahora vendrían a ser “los hijos de los blancos”, los hijos de los italianos y españoles, olvidaron su origen, lo que pasaron. Nuestros abuelos fueron los tanos o gallegos “brutos” que tuvieron que construir con muchas dificultades las casas en los terrenos que podían conseguir. Me parece que tenemos que parar la moto y construir juntos, tratar de entender que somos parte de una patria grande latinoamericana. Y basta con eso de la fantasía del ascenso social, del blanco que quiere aspirar a ser otra cosa y diferenciarse del “cabecita negra”, del villero, del boliviano… La discriminación es infinita; la más fácil de ver es la del cheto de Palermo discriminando a los pobres. Pero el pobre también discrimina al pobre. La miseria humana es muy difícil de contrarrestar.